Rosa Ortega Serrano
Estamos en verano y espero que mis cinco lectores fieles gocen de un chispeante descanso, lejos de la educación pública y sus sinsabores. Y siendo así me relajo, y como otras muchas veces de estío cerebral voy a la prensa y leo. Leo sin parar noticias sobre la contienda entre los que han perdido el paraguas del poder y ahora «matan» para no mojarse. Miro por encima la noticia sobre la exhumación de los restos del dictador y me asusta pensar que los huesos de un abuelo, aunque haya sido un mal hombre, sean rechazados por su familia y puedan acabar en un contenedor.
Descubro que los trabajadores y las trabajadoras de Amazon inician hoy una huelga por motivos salariales y de deslocalización de los centros de producción. Pienso que este paro puede favorecer indirectamente a la industria farmacéutica ya que no cuesta imaginar la cantidad de ansiolíticos que van a consumir los clientes de Amazon cuando el paquete llegue tarde o no llegue nunca. Por cierto el ordenador me señala que Amazon se escribe con mayúscula e importa mucho.
Estos trabajadores en huelga sabrán que hay unas personas reunidas en Davos (la famosa cumbre de Davos), muy ricas y con tiempo para predecir el futuro, que han definido una nueva clase social que avanza en todo el mundo: el precariado. El experto que acuñó este término lo define como una clase de trabajadores con condiciones laborales precarias. La idea de que en el futuro no habrá trabajo para todos, porque serán los robots los que desarrollen muchas de las tareas que ahora hacen las personas, lleva a estos líderes mundiales a proponer una renta básica universal. Curiosamente esta propuesta del capitalismo responsable o ético como lo llaman ellos coincide con el debate iniciado en España por Podemos e Izquierda Unida. Con mis escasas nociones de economía domestica deduzco que lo que se plantea es una renta básica exclusiva para trabajadores de países ricos, el resto a cruzar fronteras y recorrer desiertos para ver cómo se puede obtener.
Y hablando de migraciones la historia nos recuerda que durante siglos las migraciones se producían de norte a sur y que multitud de personas viajaban a África y a Oriente Medio en busca de una vida mejor o huyendo de guerras religiosas. Es lo mismo que ocurre con esas pateras llenas de niños, mujeres y hombres de origen subsahariano que llegan cada día a nuestras costas. Un tiempo de norte a sur, ahora de sur a norte y tal vez en el futuro otra vez de norte a sur. Imagino a Donald Trump, a la señora Merkel y al primer ministro italiano, perseguidos por sus opiniones políticas y pidiendo asilo político, ¡en Ghana!
Bromas aparte, puedo seguir comentando noticias e intentando sugerir lecturas, pero como dice nuestro poeta de este mes «No se trata de buscar palabras sino significados…»y yo añadiría: se trata de leer o al menos consultar varias fuentes para que no siempre nos digan qué debemos pensar.
Santiago Sylvester es poeta. Su último libro, La conversación (Visor, 2017).
Palabras
Vista desde aquí, la infancia cabe en la palabra
chirimoya.
La palabra Arminda también sirve: además de un nombre
es el resumen de una celebración.
La palabra juventud es demasiado eufórica,
pero sigue por ahí, arrebatada y pomposa, a salvo de
cualquier caducidad.
También mi tío Santiago estaba a salvo de la caducidad:
juiciosamente la ignoraba
cuando a sus setenta años hacía proyectos que le
hubieran llevado otros setenta
y agregaba, como quien enseña,
soy eterno, eso es todo.
No se trata entonces de juntar palabras sino significados:
la persistencia de alguien que acaso sea yo.
Porque, ¿quién hará el trabajo, sino yo,
sabiendo que consiste, hasta el hartazgo,
en buscar otra vez lo ya buscado?
Otra vez
no es repetición:
lo que cuenta es el goteo,
el precio del aprendizaje;
entonces aparece la palabra inconclusa: reclama su mitad,
se encrespa y no entra sola.
De ahí todo este ruido:
este exceso de palabras
para explicar palabras.
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