Chimo Marcos
Hace poco escribí otra columna en la que hablaba, de algún modo, del tiempo cronológico y de su marcha real, además de la aparente, por lo que más me estaba llamando la atención últimamente: la velocidad (Y así titulé la columna). Pero hay algo más profundo y mucho más preocupante en la aprehensión del tiempo, tanto si lo entendemos como épocas, tendencias o vivencias.
La humanidad, ésta en la que nos hallamos incluidos aunque nos pese, ha ido tardando siglos, en todo caso mucho tiempo en ir formalizando montones de cosas cuyo significado ha llegado a ser conocido y aceptado en general por casi todos los que formamos esa humanidad. Pero para que esa aceptación se consolidara han tenido que pasar eso, siglos. Entre las pinturas rupestres de Altamira y los frescos romanos de Pompeya se han deslizado, lenta y penosamente, unos miles de años. De cuando se pintaban cuadros como los prehelénicos a los mismos romanos, también algunos pocos siglos y así, siglo a siglo, se iban inventando modos, formas, trucos en fin que dejaban asombrados en mayor o menor medida a quienes los presenciaban e iban asentándose en el conocimiento general
He elegido la pintura porque es un género que permite comparaciones temporales como pocos para representar el paso del tiempo como elemento necesario para el progreso de cualquier ocupación humana. Pero llega el siglo XIX (en latín es más explícito) y se empiezan a ver «milagros» estos casi siempre de carácter técnico, más que artístico, pero que son los que van a cambiar nuestras vidas de un modo fulgurante y visto con los ojos de aquel siglo, totalmente sorprendentes e increíbles. Probablemente milagrosos, sería lo que manifestaran más a menudo a la vista de los cambios habidos.
Y ese cambio monstruoso, si monstruoso, recuerden que al principio se vio a la fotografía como algo sobrenatural (¿no lo son los monstruos?) con marchamo diabólico y en todo caso incomprensible. Pero ¿qué ocurre a partir de ese momento?… Que en menos de cien años, o sea un miserable siglo, los cambios que ese invento ha ido añadiendo a nuestras vidas, con formas variadísimas, pero que todas tienen el denominador común de que fotografían lo que vemos, o lo que – y esto es peor – veíamos y veremos.
Y, ¿qué ha pasado con lo que decía del tiempo? Pues muy sencillo, que prácticamente ya no existe ese concepto. ¿Cómo puede existir algo con las mismas connotaciones de hace un siglo, o diez siglos, que para el caso es lo mismo, cuando se usa la palabra tiempo? Hoy usamos el teléfono móvil – y desechamos el fijo – que hace solo 20 años ni conocíamos, aunque ya existieran. Estamos dejando las cámaras fotográficas – salvo excepciones – en cualquier cajón olvidadas, pues ese mismo teléfono nos satisface la necesidad de fotografiar. ¿Qué digo la necesidad? La creciente y voraz hambre de tomar fotos, que como, encima, no tienen costo alguno y que podemos tomar cuantas queramos, borrarlas a discreción y, sobre todo, enviárselas quien nos parezca , que las recibirás hasta sin quererlas.
Y los viajes, en avión o trenes rápidos o la medicina, la real o la que nos aplicamos gracias a Internet. ¿Qué dimensión del tiempo nos dan estas cosas? Las llamo cosas porque no encuentro un nombre que les sirva de definición general, aplicable a todas.
Señores, el tiempo no existe según nuestra percepción y solo si nos morímos percibimos que en realidad, sí, han pasado períodos de nuestra vida, pero por la misma razón de la velocidad con que han venido y se han ido, en realidad no estamos seguros de si han ocurrido o no. Y los niños, la apariencia de que para los ellos el tiempo no discurre, se mueve como un caracol, mientras que para nosotros que observamos al niño «desde fuera» nos parece que por ejemplo esos últimos cinco años en realidad ha sido el año pasado. ¿Se han fijado como nos equivocamos al referirnos a algo sucedido hace pocos años, pero que siempre son muchos más de los que decimos porque no nos damos cuenta de su paso en realidad?.
Y además siempre se mueren otros, lo nuestro está por venir, pero ocurrirá en un santiamén histórico y no dejaremos ni recuerdo que perdure. Lo de las familias no cuenta: no pasa nunca de una o dos generaciones. Siempre habrá excepciones, pero pocas.
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