El Arcade Residente
Chema Guevara
Día a día, el deterioro de la imagen que ofrecen las instituciones políticas va calando en la sociedad a golpe de titular. Probablemente no está ocurriendo nada diferente a lo que ha sido práctica habitual desde mucho antes de reinstaurarse la democracia, lo novedoso es que ahora la corrupción en las más altas instancias del estado ha pasado a ser de dominio público. Estamos en tiempo de sequía económica y eso facilita la propagación del hedor producido por la descomposición.
La ciudadanía asiste con estupefacción al delirio endogámico de los, hasta hoy, partidos con opciones de gobierno y su desconfianza en todos y en todo sigue aumentando. Los dirigentes políticos, incapaces de asumir su responsabilidad en el desastre al que nos han conducido, se empeñan en disimular su propia fetidez señalando al oponente como causante de la pestilencia, un lamentable espectáculo que pone en peligro la convivencia y el modelo de estado. Incapaces de reaccionar, trabados en su autismo, se resisten a entender que son depositarios de un poder que no les pertenece y se aferran a la dudosa legitimidad de los votos obtenidos con engaños para atribuirse la posesión de una verdad que la realidad desmiente a cada momento. Y cuando alguna de sus voces plantea la necesidad de una regeneración democrática, surge la duda de si no estaremos ante el retorno de la vieja creencia en la generación espontánea de la vida, aquella que se basaba en la misteriosa aparición de larvas de mosca en la carne putrefacta.
La percepción de que el poder político se está desmoronando arrastrado por el hundimiento de la economía se ha generalizado, pero es posible que esté provocando una pérdida de perspectiva sobre lo que está ocurriendo. El continuo goteo en los medios de escándalos de corrupción atrae la atención sobre unos cuantos facinerosos que mercadean con prebendas, trafican influencias o desvían dinero público, prácticas que se presentan como una lacra propia de una cultura carpetovetónica arraigada en la picaresca. Y no es del todo cierto, ni el enriquecimiento ilícito con engaños y corrupción es exclusivo de nuestro país ni quienes lo están ejerciendo son unos pícaros.
No es necesario recordar que la situación económica y social en la que nos encontramos se ha ocasionado a partir de un fraude financiero masivo llevado a cabo por individuos y colectivos de distintas nacionalidades y culturas, y que ha sido enaltecido y supervisado por prestigiosos organismos internacionales. También es sabido que los casos de corrupción política han salpicado, y lo siguen haciendo, a buena parte de los países de nuestro entorno.
Tampoco la picaresca parece una buena manera de ilustrar la ola de corrupción que azota nuestro país. El pícaro es un personaje de bajo estrato social que utiliza sus añagazas para sobrevivir a costa de quienes pertenecen a un estamento superior, todo lo contrario de los protagonistas que ocupan las portadas de los medios.
Para comprender mejor lo que está sucediendo quizá habría que buscar explicaciones en un pasado más reciente que el descrito por la novela picaresca, aquel en el que lo habitual era otorgar prebendas a los adeptos al régimen. Tras la rebelión militar impulsada por la oligarquía financiera y latifundista que acabó con la República a sangre y fuego, se instauró un orden social y religioso a cuya sombra podían conseguirse propiedades, puestos en la Administración o permisos y concesiones para un amplio espectro de negocios, desde grandes empresas y obras públicas hasta estancos o administraciones de lotería. Usos y costumbres que, como tantos otros, transitaron hacia la democracia salvaguardados por el pacto de no remover el pasado. Ahí sí tiene sentido que hablen de la herencia recibida, incluida esa Jefatura del Estado que el dictador nos legó con sus mejores intenciones, otra más de las ataduras que quizá ha llegado el tiempo de desenredar.
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