Por Antonio M. Contreras Jiménez
Quienes fuimos niños en los años cincuenta y sesenta no tuvimos nunca que sufrir la inquietud ni la desazón por el futuro que atormenta a las nuevas generaciones de jóvenes, a los que hoy –acertadamente- se les amonesta en el cole, en casa o por televisión, sobre los nuevos y crecientes peligros que acarrea tanto la superpoblación, como la puesta en práctica de las nuevas tecnologías. Contaminación de tierra, mar y aire mediante bombas, explosivos, productos radiactivos, petróleos y gases residuales; modificaciones genéticas en alimentación que, mediante prácticas transgénicas producen más y en menos tiempo; manipulación del clima mediante la producción de nubes con yoduro de plata o la destrucción de la capa de ozono con el humo de las fábricas y los aerosoles; rotura de la superficie terrestre mediante el fracking para la obtención de gases, petróleo o aguas subterráneas… Estamos contaminando el aire, envenenando el mar, desertificando la tierra y –en definitiva- esquilmando un planeta del que no somos dueños sino meros usufructuarios. Nuestros hijos, los niños de hoy, sí que deberán añadir a sus preocupaciones ésta nueva, la misma que aquellos niños de los años cincuenta y sesenta nunca tuvimos.
Al principio se trataba de predicciones de algún que otro científico agorero al que se hacía poco caso. Al Gore en Estados Unidos, muy concienciado con el problema, abrió la caja de los truenos con su demostración del cambio climático, mediante secuencias fotográficas del deshielo de los casquetes polares. Hundimiento de barcos con sus cargas de queroseno, tsunamis que arrasaron instalaciones nucleares y petroquímicas, generalización del anisakis en los pescados marinos… No ha sido necesario mucho esfuerzo para animar a los científicos del mundo a pregonar a los cuatro vientos sus augurios derrotistas.
Una inquietud inexplicable me llevó desde muy jovencito a la preocupación por estos temas medioambientales, y –a la misma vez- por aquello de que «un grano no hace granero pero ayuda al compañero» y por eso otro de que «si todo el mundo plantase un árbol el mundo sería un jardín», me involucré en el tema con el máximo denuedo y con la mayor de mis ilusiones.
Conocí Patones de Arriba en el año 1976, cuando aún descansaba sobre su pedestal la antigua estatua de un Rey de Patones (en realidad una figura de San Pedro), que poco después destrozarían a pedradas los niños de un colegio intentando afinar su puntería. De las fotos que guardo de aquel viaje a las que podrían obtenerse hoy en los mismos lugares, cualquier parecido es coincidencia pues las casas hundidas, las calles pedregosas, los terrenos áridos y desérticos, y los inmensos secarrales, para deleite de sus viandantes, hoy se han transformado en zonas ajardinadas, placitas recoletas y rincones con encanto. Se han arreglado muchos de los taludes que salvaban desniveles, ajardinándolos, plantando árboles, arbustos o simples enredaderas, según el lugar. Nada más placentero que un paseo por sus callejuelas iluminadas a la caída del sol. Y todo ello gracias a la labor constante y soterrada de sus pocos vecinos que por amor a la naturaleza y a su pueblo, siguiendo el antiguo eslogan de Fuenteovejuna, han arrimado el hombro para arreglar no sólo su casa sino un poquito más de sus alrededores, conscientes de que el ayuntamiento no dispone de medios ni efectivos suficientes para la ornamentación ya que aquellos de que dispone se emplean –prioritariamente- para obras infraestructurales o para otros fines sociales.
Instalado definitivamente en Patones en 1988, preocupado por el medio ambiente, amante de la naturaleza y el arte, con varios cursos de jardinería, poda e injerto a mis espaldas, comencé hace muchos años a colaborar con grupos ecologistas que se movían por la zona. Fruto de aquellas jornadas hoy ya comienzan a ser visibles grandes masas de fresnos, encinas, almendros, enebros, en lugares donde un gran incendio que demostró ser provocado, proveniente del Berrueco aquel fatídico Agosto de 2002, dejó calcinada toda la zona. A pesar de la visita y de las promesas del entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Sr. Gallardón, aquella zona no volvió jamás a repoblarse y la escasa vegetación que hoy empieza a resurgir ha sido debida a la iniciativa de particulares.
Siendo muy joven leí un hermoso libro: «El hombre que plantaba árboles» de Jean Giono, se basaba en las vivencias reales de un agricultor del Midi franco-italiano que había dedicado toda su vida a la regeneración de un extensísimo bosque al sur de Francia. La noticia sobre una gesta similar, esta vez ejercida por un campesino mejicano, fue difundida por televisión, años más tarde; y -por último- aluciné al enterarme de que un buen hombre de etnia hindú, también había dedicado su vida a la repoblación íntegra de toda una pequeña isla junto a las costas de Sri Lanka (antigua Ceilán).
Nunca pensé emular a hombres tan singulares e impresionantes pero, como dije antes, por eso «del grano que ayuda al compañero…», me involucré en la labor de, año tras año, ir depositando semillas de especies autóctonas por entre los eriales del terreno de Patones y lo que es más importante, me apliqué la tarea de poda de los árboles ya existentes, pues son un regalo de la naturaleza y con su poda, desbroce y entresaca, contribuimos a su salvación contra incendios y animales depredadores, y colaboramos a su mayor y más rápido crecimiento.
Simultáneamente, aprovechando siempre mis escasos ratos libres, me involucré también en la labor de ajardinamiento de algún que otro parterre, delimitado en el interior del pueblo por el Ayuntamiento cuyas sucesivas corporaciones locales me han proporcionado siempre su apoyo moral y su expresa aprobación, teniendo en cuenta –además- que se beneficiaban de una mano de obra y agua gratuitas.
Pero en todos los bellos cuentos hay un fantasma, un ogro o un animal. En éste también, y yo lo he llamado el «asesino de árboles» que surge hace casi veinte años, que se autodenomina ecologista (aunque yo jamás le vi plantar un árbol), que se mueve por el pueblo de forma huraña sin relacionarse con nadie, que vive de ocupa en la primera casa cerrada que encuentra y que, motivado por intereses espurios (con origen en la envidia, el odio y la venganza) que sería prolijo e innecesario describir en estas líneas, se dedica a seguirme los pasos y -por aquello de «apretar donde más duele»- a destrozar, arrancar, tronchar o envenenar (última modalidad: vertiendo sobre ellos amoníaco) los árboles que planto.
Ignora el «Sr. X», como le llamaré en adelante, que si el SEPRONA es la máxima autoridad en terrenos rústicos, los Ayuntamientos están facultados legalmente para plantar dentro de su área urbana las especies arbóreas que estimen oportunas. Este mismo «Sr. X» entra en el absurdo –dentro de lo que él mismo considera como «purismo ecológico»- al esperar que el ayuntamiento haga los alcorques y sea la divina providencia la que venga a repoblarlos. Quiero igualmente hacerle ver al «Sr. X» que muchísimos de los árboles que hoy pueblan las riberas del arroyo de Patones, miles de olivos, almendros, higueras y fresnos, fueron especies introducidas por el hombre estando hoy totalmente integradas en el paisaje donde, en la antigüedad, sólo hubo monte bajo y algunos enebros.
El «Sr. X» lleva veinte años masacrando los árboles que planto y jactándose de ello ante los vecinos del pueblo por la labor que él considera «purista» y que esconde las razones más sórdidas e ignominiosas del alma humana. Ignora el «Sr. X» que él no es quién para tomarse la justicia por su mano y decidir qué árbol debe o no debe sobrevivir, ejecutando su acción cobarde con premeditación y alevosía, muchas veces amparado por la impunidad de la noche. Su «purismo del absurdo» como le llamo yo, se ha visto desenmascarado en su última acción consistente en verter litros de amoniaco sobre dos árboles tan autóctonos y de nuestra tierra como un nogal y una morera de más de diez años que tenía plantados justo al lado de mi casa lo que demuestra que el problema no son los árboles sino las personas. Ignora el «Sr. X», o le interesa ignorar, que en el campo tiene al SEPRONA y en el pueblo al Ayuntamiento, facultados ambos para recibir las denuncias que estime convenientes sobre mi actividad o sobre mi persona. En varias ocasiones le amonesté personalmente. Hoy el caso está en los tribunales. De un juez depende que el «Sr. X» reflexione y modifique su conducta.
Soy de lágrima difícil, pero ver tronchado o envenenado un árbol cuyo crecimiento con abonos y riegos vas siguiendo, a veces durante más de diez años, me ha hecho verter muchas.
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