Nos queda la palabra

“Patrimonio y Cultura Rural de la Mancomunidad Embalse del Atazar»

A nadie se le escapa la importancia de las palabras para construir pensamientos, elaborar discursos o describir emociones. Las palabras son herramientas afiladas que penetran en el tejido social, que generan grupos afines, que diferencian territorios, oficios, generaciones.

Los jóvenes inventan o se apropian de términos que expanden con velocidad en redes sociales, anglicismos o romaníes que generan identidad propia, que les diferencian del resto de la población. 

Lo mismo pasa con los informáticos o con los economistas. Uno puede escuchar una conversación entre personas que tienen un determinado oficio, sin entender prácticamente nada de lo que dicen.

De igual forma, las palabras son una herramienta fundamental para construir memoria colectiva. En el proyecto “Patrimonio y Cultura Rural de la Mancomunidad Embalse del Atazar”, en el que trabajan técnicos de la Mancomunidad y de los Ayuntamientos, así como la asociación Redes de Educación, Patrimonio y Cultura, se están juntando vecinas y vecinos de los pueblos mancomunados, para recordar historias viejas vinculadas a las tareas del campo, a las formas de ser y de vivir en los pueblos hace ya algunas décadas.

De estas reuniones informales, alrededor de cafés y rosquillas, surgen rosarios de palabras que definen formas de ser, de sentir, de trabajar, de colocarse en el mundo.

Algunos trabajos eran colectivos, porque la eficiencia era una forma de supervivencia. El pastoreo de cerdos cuando se sacaban al campo recibía el nombre de porcá y el pastoreo común de cabras, especialmente cuando casi todo el mundo andaba en la siega y se juntaban los rebaños, recibía el nombre de cabrá. Eran trabajos que realizaban frecuentemente los niños y las niñas, que a menudo pasaban la noche al raso, permitiéndoles avistar el lucero tumbacenas –Venus, en el cielo vespertino-.

De la siega, resuenan palabras de extraordinaria belleza como arbelar, refiriéndose al proceso- tan periodístico, por otro lado- de separar la paja del grano. De entre las cribas, me quedo con el  harnero, la criba más fina, elaborada con piel curtida de oveja o de cabra y colocada sobre un bastidor redondo, como si fuera un pandero.

Las gavillas son la forma de agrupar los manojos atándolos con ligaduras que se llamaban vencejos, como los pájaros. Y se apilaban en forma de pirámide, con la mies hacia dentro, para evitar que se mojaran si caía alguna tormenta, formando un tresnal.

La comida, siempre presente, llama especialmente la atención por su escasez y por su sencillez. Estaba el calducho, elaborado con el agua de cocer las morcillas. Y de caldo se alimentaban las madres, los días primeros después de dar a luz, tras cocer una gallina o unos huesos.

Las coscorras del tío Justo de Mangirón, elaboradas con pan, vino y azúcar ocupan un espacio en el recuerdo de quienes fueron niñas en aquellos tiempos. Las costillas, los lomos y los chorizos de la olla, tan presentes en los almuerzos con patatas, en los aguinaldos y en las rondas.

Y entre los juegos, nos quedamos con María la lumbre, contado en la mesa de experiencias de El Atazar. Con círculos trazados en el suelo con un palo, siempre uno menos que los jugadores que había, el que se la quedaba decía María la lumbre y el resto respondía en aquella casa bulle corriendo cada quien para ocupar alguno de los círculos libres.

Con éstas y otras muchas historias nos estamos encontrando, catalogando para poder devolverlas a quienes las rescatan del olvido. Para que puedan conocerlas sus nietos. Porque somos conscientes de que la memoria es otra forma de eternidad. Lo decía Blas de Otero. Si he perdido la voz en la maleza, si he segado las sombras en silencio, si abrí los labios hasta desgarrármelos…Me queda la palabra.

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