¡Padre, qué soy la Luisa!

RafaFrutos032

Me lo contó con pelos y señales, en los años de mi adolescencia, un curita joven amigo mío y aseguraba que lo que me decía se ajustaba a la verdad ya que lo había vivido en sus carnes. Yo lo escuché porque me pareció singular y, si usted quiere, hasta simpático. 

Tuve entonces la mosca detrás de la oreja y después he podido comprobar que en todos o en muchos de estos relatos rurales es fácil poner alguna morcillita para que  sirva de condimento. 

Al escribir esto hoy, después de contármelo hace más de setenta y cinco años, no lo puedo catalogar como historia, ni como verdad absoluta, ni como vivido por mi. Pero hecha esta entrada no me resisto a contar lo del curita, que pudo pasar o no y que, tal vez, a alguno de los lectores, le recuerde lo del tío Pedro, «el Glorias», o a otro de su pueblo, pues lo ha habido en muchos.

Voy con la historia:

Es la de un señor del pueblo en la que, llegada su mayoría de edad, contrajo matrimonio. Del mismo, pasados unos años, nacieron tres hijos, dos hombres y una mujer, que fueron la alegría del matrimonio.

Pero el tiempo sigue y cuando la niña tenía dos años, la madre enfermó y murió. Una muerte siempre produce dolor, tristeza y soledad y si la muerte es de la madre todo eso se multiplica por mucho (en una banda de música cuando no está el director aquello no funciona bien y hay muchos desajustes). 

Nuestro protagonista, intentando solucionar este problema, busca una mujer y la encuentra precisamente en el pueblo de mi amigo el cura. Se saludan, van conociéndose, conversando y pasado un tiempo nuestro hombre decide que es bueno que sus hijos tengan una madre y que en casa haya una estabilidad y una dirección. Deciden casarse. La situación vuelve a la normalidad y fruto de ese amor nace un niño que vuelve a traer la alegría a la casa y la consolidación para la pareja. Más tarde llegaría otra niña. Lógicamente hay que bautizar a los nacidos y entre el padre y señor cura aumenta la amistad y la confianza haciéndose verdaderos amigos y echando largas parrafadas, pues a los dos les va bien el diálogo. 

El tiempo pasa, los hijos se hacen mayores, las cosas siguen y las enfermedades van llegando. El padre empieza a estar con poco ánimo y enferma. Unas calenturas que no cesan, un decaimiento prolongado y mucha tristeza. Hasta el punto de que el médico le aconseja reposo absoluto pues las fiebres no remiten. Esto invita al sacerdote a visitar con más frecuencia a Nicanor, que así se llama nuestro amigo.

Los hijos siguen atendiendo a su padre lo mejor que pueden, a pesar de que había alguna fisura entre hermanos, y no digamos entre los cuñados, y esto Nicanor lo sabía. ¿En qué cocina no se hace algo de humo?

Entre los cinco hijos deciden que cada mes el padre esté en diferente casa alternándose entre ellos. Y en la mayoría se cuecen habas. Además, a los padres no les hace falta que se lo cuenten, pues sólo con la mirada entienden como está la guitarra de templada. 

Y una tarde que coincidieron en la visita la hija del primer matrimonio y el varón del segundo les dijo:

«Veo que lo mío va a más y ya hasta la memoria me falla, así que he decidido  que digáis a los otros hermanos y al Juez de Paz, que vengan con dos testigos, que quiero hacer testamento».

Y como la enfermedad no iba a menos, acuerdan hacer lo que el padre ha dicho. Y allí llegaron los cinco hermanos, el Secretario, el Juez de Paz, los dos testigos y, por su cuenta, el cura vestido con sotana, manteo y bonete. Todos se saludan y pasan a la habitación colocándose alrededor de la cama donde está el padre.

El saludo, las palabras de rigor del Juez y empieza el testamento.

– Don Nicanor García Gómez, ¿a quién deja usted la finca de la Viña de la Cañada, que linda con el camino ciego y el río, que tiene tres hectáreas de labranza?

Al señor Cura. 

– ¡Padre, que soy la Luisa! Y el mes pasado estuvo en mi casa. 

El Juez: – Por favor, silencio, no se puede hablar. Seguimos, Don Nicanor, ¿a quién deja el pajar de dos plantas, que llaman de la Hornilla, que usted y su segunda mujer compraron a Juan, «el Rubio»?

Al señor cura.  

– ¡Padre, que soy su hijo mayor! Y usted me dijo que cuando….

El Juez: – ¡No pueden hablar, por favor! El secretario les advertirá de que para hacer bien el trabajo es necesario entenderlo y estar en silencio.

Otro de los hijos: ¡Padre, me dijo usted que la novilla de la Platera era para el primer nieto….

El Juez: -Si siguen interrumpiendo al declarante me veré en la necesidad de invitarles a que abandonen la sala.

A partir de este momento se hace el silencio y sólo se oye la frase repetida: – Al señor cura.

Aquello parecía que acabaría como el Rosario de la Aurora, con cura incluido, pero sin Ave Marías.

El silencio llegó, pero en las miradas de los hijos se adivinaba que veían que su azucarillo se diluía. Al poco, el Juez acabó con las preguntas y Nicanor con su respuesta de: – Al señor cura.

Ya se levantaban, cuando el cura, tocado con su bonete y puesto en pie, se dirigió al Juez diciendo:- Señoría, hace pocos días, don Nicanor García me explicó, estando en su sano juicio y con voz entendible y clara, que quería hacer testamento y me pidió que yo hoy estuviera presente pues entre él y yo ya habíamos organizado los cinco lotes lo más equitativos que se pudiera para que se sortearan entre los cinco hijos. Este es el motivo de mi presencia ahora aquí. Para cumplir su última voluntad, si su Señoría lo cree justo y lo permite.

Dijo el Representante de la Justicia: -No hay más hablar y nada que firmar.

El joven curita declaró que todo lo que le había dejado don Nicanor era para sus cinco hijos por igual y que él no se quedaba con nada. Y que el próximo domingo, después de misa, se sortearían los lotes como era su última voluntad.

Así se hizo y quedó todo claro. Lo de la huerta, lo de los prados, los linares, la era, la novilla de Platera, las gallinas….

El Juez dio por terminado el acto testamental, el secretario recogió papel y sello, los testigos se despidieron y el domingo siguiente, reunidos los hermanos con el cura, ya con clériman, se sortearon los lotes en paz, según la voluntad de su padre.

Pero en estas particiones de herencia siempre hay algún cabo sin atar. No habrían pasado quince días cuando Luisa, la hija de Nicanor, volvió a casa del cura para pedirle que mediara pues un yugo carcomido oculto debajo de un pesebre había quedado sin partir y que los cuñados habían discutido y si no habían llegado a las manos les faltó poco. 

No sé yo si el cura dijo lo que yo pienso, pero por si no lo dijo y por respeto aunque lo dijera yo no lo voy a transcribir pero con un hacha que cogió de la leñera solucionó el tema del yugo carcomido y podrido.

¡Qué pena que muchas cosas fáciles las hagamos tan difíciles nosotros! Y no nos damos cuenta, casi nunca, de que «la mortaja no tiene bolsillos».

Rafael de Frutos  Brun

Montejo de la Sierra 2024

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