AYER Y HOY

RafaFrutos032

Cuando uno ha cumplido en su vida el periodo laboral y llega a la jubilación (por lo menos a un servidor), en su mente suena una voz que invita a volver a aquel lugar que te vio nacer y no para pasar los fines de semana solamente. 

Allí, repleta de recuerdos, sentimientos, emociones y nostalgias, está la casa donde uno vio la primera luz. Más arreglada que entonces, donde ya no se puede apreciar el ahumado de sus techos y paredes producidas por la lumbre encendida encima de aquella media rueda de molino, que junto al calor emitido por el ganado, que tenían tomada la planta baja, nos servía de calefacción.

En el pueblo saludabas cuando te cruzabas con los vecinos, hablabas con ellos, donde casi nunca había prisa, donde te puedes tomar un tomate de la mata o una manzana del árbol, donde después del trabajo diario podías sentarte en el machacadero de la puerta y echar una parrafada con familia y amigos. Mi abuelo Dimas decía que «en el pueblo hasta las boñigas huelen bien». Es verdad que el pueblo, como todo, ha evolucionado mucho y no es aquel de nuestra infancia.

Hace poco tiempo yo hablaba de esto con dos de mis nietos, que se interesan bastante por el pasado, y que tienen la paciencia de escucharme, y después de una larga sobremesa se extrañaban que hubiéramos podido sobrevivir contentos de aquella manera. Sin televisión, móvil, periódico, sin agua corriente en las casas, sin radio, donde el correo lo traía el cartero de Buitrago con un caballo, donde el contacto con el exterior era poco y sólo el coche de línea, de la empresa La Serrana de Pío, traía noticias. 

Uno de los nietos me dijo: 

– ¿Abuelo y por qué lo que nos cuentas no lo escribes como si fueran tus memorias? 

– Pues porque sería un atrevimiento por mi parte escribir una cosa que a nadie interesa. 

– Abuelo, dijo el otro, pues escribe como historia o memoria del pueblo y tal vez nosotros se lo podamos leer a nuestros nietos. 

Hice un gesto moviendo la cabeza y me callé. Pero el subconsciente me llevó a pensar en el cura Terrén y en el amigo Matías que nos dejaron impreso mucho material del pueblo y pensé que podía interesar a alguien. Un servidor, aprendedor de dónde están las letras en el ordenador, se propone contar en este escrito algunas cosas del pueblo, de sus gentes, sus costumbres y sus ilusiones desde hace 80 años, lo más real que mi memoria me permita, para ir desgranando las cosas y contado con normalidad, por supuesto, pero respetando la historia y a las personas que se nombran, haciendo un buen Montejo mejor. 

La vida de un pueblo en aquellos años vista por un niño era como una repetición de días, ayer igual que hoy y lo mismo que mañana. Todos parecidos, con muy pocas diferencias. A las siete de la mañana, el señor Roque, hacia un repique de campanas para el Ave María, después de un rato se tocaba un cuerno para la «cabrada», donde cada cual soltaba sus cabras llevándolas a la Plazuela para que el cabrero de turno se encargase de reunirlas y cuidarlas ese día si tenía una sola cabra, pero si tenía dos cabras, tendrían que ser dos días los que ejerciera de cabrero y tres si eran tres cabras las que tenía. Y así todos los vecinos. 

Antes de 1950, que no había reloj en el Ayuntamiento, a las diez en punto, tres campanadas eran las que marcaban la entrada a la escuela. Don Teodoro, el maestro, decía «un minuto después de la hora, ya no es la hora» y cuando salíamos «un minuto antes de la hora, todavía no es la hora». 

Sobre las once, al toque de cuerno, salía el porquero y se llevaba los cerdos al campo y al río para que pudieran carear y bañarse. Al igual que con las cabras, el servicio también se hacía por ruta.

Después llegaba el coche de línea desde la capital, que se movía con gasógeno, y que volvería para Madrid otra vez a las dos de la tarde. Día triste el 8 de marzo de 1940 para los del coche de línea y de conmoción, silencio y tristeza para de todo el pueblo pues un niño de 9 años, García Martín, se acercó demasiado al coche cuando maniobraba y el conductor, que no lo ve, lo atropella muriendo al instante.

Después, mujeres y hombres a las tareas domésticas en casa, o a las agrícolas y ganaderas en el campo. También había cuadrillas que hacían carbón vegetal. Otras dos cuadrillas eran de esquiladores, las de los albañiles fabricaban adobes, otros, en el largo invierno, hacían cestas, escriños o redes para el carro, herramientas para trabajar, en fin de todo un poco. No les faltaba trabajo a las abuelas hilando y haciendo calcetas y a las madres, hijas y novias, que además de trabajar en el campo, ejercían, en cuanto podían, de maestras y «enseñadoras de todo». En el núcleo urbano las fuerzas vivas, funcionarios, comerciantes y albañiles intentando hacer un lugar confortable en todos los sentidos, canalizando acequias, retejando casas y pajares, poniendo luces y lo que hiciera falta.

No faltaba alguna vez que llegara un carromato tirado por mulas vendiendo pucheros, cazuelas y barreños de barro, aunque también compraba hierros y ropa usada. Otro era al que llamaban «El Quinquillero», que con un pequeño yunque, algo de plomo, un poco de hoja de lata, unas tijeras y un martillo arreglaba sartenes, calderos, cacerolas, hacia candiles, tapaderas y cucharones. 

Cómo olvidar a aquel señor, al que llamaban «El Empalagoso», que por La Inmaculada venía de la zona de la Vera con dos mulas y sendos sacos de pimentón en polvo para las matanzas. Le gustaba más el hablar que a mí el arroz con leche, de ahí el apodo. Hasta que no le compraban el pimentón, no se marchaba, y por aburrimiento y pesado terminaba vendiéndolo. 

No podemos olvidar a otro vendedor, «El Charlatán», que desde Cataluña traía tejidos y enseres de las mejores fábricas de Fabra y que por un corte de tres mil pesetas «le voy a regalar una camiseta de invierno sin mangas y además, porque quiero liquidar, en el lote le añado unos calcetines de última generación, y como sé que este lote se lo lleva una señora inteligente, la doy esta escopeta de dos cañones (era una lendrera para los piojos) y ya para cortar y acabar, unas tijeras hechas a mano en Albacete con el mejor acero que existe, y por si esto la parece poco, la voy a dar una estampa con la que sabremos cuándo llueve, porque si está en la calle, se moja…».

Nuestra mente, en este recuento rural, recuerda al afilador, al capador y a los menesterosos que, de pueblo en pueblo y de puerta en puerta, iban rogando y solicitando la caridad de los vecinos.

Los niños a las cinco, acabábamos la escuela y todos a la plaza a jugar. Juguetes, pocos, pero ilusión total. ¿A qué jugábamos? Pues a dola, al tú la llevas, al agua la jarra, al perro lino lana, al corro, a la jaraba, a las chapas,  etc. Y así hasta las nueve, que se tocaba a oraciones y a casa.

En aquellos momentos, el pueblo estaba de tierra y por el pueblo estaban sueltas las gallinas lo mismo que los cerdos y las cabras que caminaban por doquier, pero al atardecer todos los animales volvían, cada cual, a su casa. 

El vecino medio, es decir, casi todos, solían tener una yunta de vacas, dos o tres cerriles, un par de cerdos, una caballería, una o dos cabras y una docena, más o menos, de gallinas. Cada vecino procuraba tener un carro de vacas, que se aparcaban en las calles, porque los coches escaseaban. Recordamos la furgonetilla de «El Gorra» y la camioneta de «El Aguao», que la escondió en la dehesa de Prádena, en un macizo de roble, mientras la guerra.

Referente al Concejo o Ayuntamiento, en este período de ochenta años aprovechamos para decir que desde principio de siglo (si no hay error de suma o pluma) tuvimos 23 alcaldes, de ellos 6 no nacieron en Montejo, hubo 2 que lo fueron dos veces, otros 2 que gobernaron 15 años y uno que sólo estuvo 6 meses. El que tomó el mando más joven lo hizo a los 29 años y el más mayor a los 66 años. En este período, los alcaldes los nombraba el Gobernador Civil. Suponemos que todos lo hicieron lo mejor que supieron y pudieron y casi por vocación, por el bien del pueblo. Y lo mismo los concejales. De todos modos tarea difícil ser alcalde del pueblo donde uno nace. Porque el uno es amigo, el otro familia y el de más allá consuegro.

El médico, hasta que llegó la Seguridad Social, no pasaba consulta diaria, sino que iba por las casas donde se le llamaba. Había que comprar los medicamentos, es decir, sellos, irrigaciones, ventosas, cataplasmas, purgas y aceite de hígado de bacalao  y el Pelargón. 

Maestros teníamos de niños y niñas desde 1950. Hubo bastantes, algunos venían, tomaban posesión, cobraban la titular y después tomaban las de Villadiego. Pero nunca estuvo la escuela cerrada. Pupitres de dos plazas, con respaldo y con tintero. Y las Escuelas Nuevas en el Ayuntamiento.

Curas, desde la guerra hubo en Montejo, 16 o 17. Celebraban a diario misa y rosario y atendían las necesidades espirituales dando charlas, catequesis, visitando enfermos, etc.

Pasaremos un poco de puntillas por la alimentación que tuvieron nuestros padres y abuelos. Normalmente desayunaba toda la familia junta. Si eran patatas secas, todos de la misma cazuela, con acompañamiento de pringue, ajo, pimentón en polvo y torreznillos. Algunos días migas de pastor, unos con azúcar, otros con vino. Los que tenían vacas de leche o cabras tomaban la leche acompañada de malta, que era cebada tostada y molida. A mediodía, casi siempre sopa y garbanzos con una patata, carne y tocino. Para cenar verduras, arroz o huevos. Esta intendencia cambiaba totalmente en matanzas, esquileos, días feriados y sobre todo en tiempo de trabajos fuertes, siega, enfermedad o recolección. 

En lo referente a los establecimientos que había en Montejo, donde podíamos comprar con dinero o cambiar al trueque alimentos o enseres, diré que no estuvimos desatendidos. Antes de terminar la contienda ya montó, y mantuvo después, el señor Leandro un café en su casa. Café de puchero calentado en la lumbre. No sabemos cuánto costaba el café pero en una letrilla satírica que encontré se dice: «Estaba echando la cuenta / de cinco cafés a treinta, / tenía que ser la renta, / cinco perrillas un real.»

No quiso ser menos Bernabé, que por los años 40 elaboraba gaseosa que embotellaba en una botella que tenía una especie de verruga en el cuello y  que cerraba herméticamente con una bola de cristal, podemos dar fe de un letrero que decía: «Devolviendo el casco se dan 10 céntimos.» Tomar aquella gaseosa en verano era un lujo.

El señor Luis tenía un establecimiento en la Plazuela con dos puertas que por dentro se comunicaban. Por la izquierda despachaba en un mostrador de mármol, carne, licor y vino en unos vasos que tenían en el culo más cristal que en todo el resto del vaso. Vino y licor que sacaba de unas tinajas grandes de barro que tenía en el sótano. Por la puerta de la derecha, o bien por dentro, se entraba «al comercio», donde se vendían tejidos, calzados, jabones, azadones, herraje, tocino, café y bacalao. Allí también estaba, encima del mostrador de madera, el molinillo de manivela y la cizalla grande que servían para moler o cortar cualquier producto. Puso en marcha el sistema de «Apunta». Él apuntaba lo que te vendía, te lo llevabas sin pagar y al final de mes pagabas el total. Casi nunca coincidía la cantidad que él tenía apuntado y lo que tenía apuntado el comprador y siempre a favor de él.  ¡Ah! y además prestaba dinero, como otros del pueblo. No sé a qué interés, pero en aquellos tiempos, pájaro que caía en la trampa se iba sin plumas. Su hijo Vicente fue alcalde.

En la Plazuela, a la izquierda, Eladio tenía un camión y hacía portes, despachando abono, pienso para el ganado, comprando la piedra de porcelana y vendiendo en el comercio aceite, azúcar, chocolate, galletas, chaquetas, ropa y todos los tipos de licores embotellados aparte de montar una oficina bancaria. ¡Ah! también fue alcalde. Y le gustaba el trueque. Tú le llevabas un jamón de matanza de 9 kilos curado en la chimenea y él te daba 18 kilos de tocino.

Otro que también fue alcalde y tenía establecimiento fue Epifanio, «El Pilfas». Su local estaba a la izquierda de la Iglesia. Era la Carnicería. Allí vendía la carne de sus ovejas, pues tenía ganado lanar, y conservas enlatadas, además de bebidas y de tener mesas para el juego y echar una partida.

El señor Martín tenía panadería y estanco, que heredó de su padre, Gervasio. El horno del pan lo tenía a las afueras del pueblo, al final de la calle Bonete, y el despacho del mismo lo hacía en la calle Real. También daba servicio a Horcajuelo, Pradena y Cardoso. El cocedero era de leña y se proveía normalmente de estepas, brezos y taramas que le traían de El Valle en caballerías. Por cada carga de caballería daba dos hogazas de kilo. Las hogazas solían costar cinco pesetas. Durante los años del hambre no se podía comprar y el señor Martín sólo te daba la ración a cambio del cupón de la cartilla de racionamiento (tenía miga la cosa). Al mismo tiempo que el pan despachaba también el tabaco y el papel (racionados), las cerillas, los sobres y sellos y el Papel del Estado.

Andrés tenía una taberna en la Puerta del Sol, hoy calle del Pozo. En la planta baja de su casa que tenía dos puertas, una para la cuadra, la otra daba al portal del establecimiento. Despachaba vino y licores como aguardiente, anís y coñac, también conservas en lata, escabeche, bacalao y sardinas arenques. Su hijo tenía una camioneta y compraba carbón y patatas para llevar a Madrid.

Benito, también en el portal por donde se entraba a casa, tenía un mostrador y despachaba arroz, azúcar, bebidas. Un poco como todos los demás. Él, junto con su hermano Marcelino, compraron una camioneta que se llamó «La Recadera». Era diaria y hacía la ruta de la Jara (Paredes, Robledillo, Torrelaguna, Madrid y vuelta.) En los comercios y tabernas por los que pasaban, hacían trueque, una bobina de hilo por un huevo, un carrete por dos cuartillos de vino, otro huevo por medio litro de leche.

Bien mediado el siglo pasado llego Serafín y abrió un comercio en la Portaleja. Allí se vendía de todo. Alimentación, tejidos, calzados, ferretería, guadañas, bombillas, hoces, prendas de nailon y abarcas. Lo llevaban la señora y la hija porque el titular, por las mañanas, cargaba un caballo con género de todo tipo y se iba por los pueblos de alrededor a vender. Solía decir: «Compro a dos y vendo a cuatro aunque pierda.» Hasta cajas de difuntos vendía. Siguió con el comercio Agustín al casarse con la hija y también le dio tiempo a ser alcalde (parece que había contagio y se hermanaba comercio y alcaldía.)

En casa del señor Luis, «El Zapatero», (su padre fue zapatero de profesión y a él le quedó el mote), se almacenaba el carbón de brezo que él compraba a los fabriqueros, tanto de Montejo y de los pueblos de alrededor, para llevarlo posteriormente a Torrelaguna y venderlo en la carbonería de su hijo. En el salón había mesas para jugar a las cartas y tenía otra sala privada donde el dinero corría por encima de la mesas. Esta sala era conocida como «la sala del crimen», no porque se hubiera cometido ninguno sino como aviso para los jugadores que tuvieran intención de hacer trampas. En esta casa, el señor Luis, que no había estudiado música, sacaba los más dulces acordes del laúd o de la guitarra que caía en sus manos. En ese momento el salón dejaba de ser de juego y empezaba a ser salón de baile. En este montón de años, al que estamos quitando el polvo, hubo varios salones de baile como el de Lorenzo o el de Dionisio y algún intento más que fracasó pronto.

Hubo dos molinos. Uno movido por agua y otro por energía eléctrica. El primero en la viña de Antero De Frutos, que sólo funcionaba en invierno pues el agua que bajaba en verano era insuficiente para moverlo, y el eléctrico, en el empalme de la carretera hacia Horcajuelo, que tuvo varios dueños y poco éxito. Tuvo mucho trabajo el de Cecilio Braojos en el río de Horcajuelo, que molía todo el año. Los molineros cobraban en especie «la maquila» que ellos mismos imponían. Podía ser un celemín o celemín y medio, por cada tres fanegas. 

Hubo tres zapateros durante estos años. Roque, Dionisio y Eduardo «El Cojo». Hubo también una lechera que recogía de madrugada la leche en los pueblos a diario, pero los gastos casi doblaban a los ingresos. Industria ruinosa, pues el día que no se cortaba la leche se averiaba la camioneta. ¡Hubo que abandonar!

Posada teníamos en casa de Julia y Eulogio, donde paraban los tratantes de ganado, los cazadores, los laneros, los vendedores ambulantes, los ingenieros de la carretera y cualquiera que necesitase cobijo. 

Otros servicios los prestaban Cristina haciendo ropa a medida; Rufino como barbero; Eugenio como herrero; Gregorio como albardero; Lucio fabricando yugos y arados; Gavino electricidad; Saturnino y Luis correos y alguna vez un practicante, que cuando iba a pinchar a algún paciente olía más al alcohol de la taberna que del otro.

En el aspecto cultural Montejo ha sido un vanguardista porque a mediados  del pasado siglo, ya había hijos del pueblo que eran médicos, curas, un veterinario, varios maestros y después de los ochenta esto se ha multiplicado por mucho con ingenieras/os, médicas/os,  abogadas/os, aduanas, empresarias/os, industriales, periodistas, delineantes, buenos fotógrafos y productivos ganaderos. Y banda de música que atendía a los pueblos de alrededor en fiestas. Y un grupo de rondalla de guitarreros que estaban siempre a punto en las fiestas.

Sobre el año 1960 se abrió el Bar Oasis del señor Linos. Este bar, con salón alargado,  fue el primero de la zona en tener una moderna cafetera exprés eléctrica y una mesa de billar y un futbolín y mesas de juegos. También empezaron a dar raciones de mejillones, berberechos, boquerones y tapas.

Un abuelo promotor de sentencias decía que: «Para ser espabilao hay que pasar hambre» y también que: «Donde haya un duro habrá un montejano para conseguirlo y donde haya un montejano nunca faltará un duro». 

Ahora no puedo extenderme en el «Hoy» del título como he hecho con el «Ayer». El «Hoy» lo tenemos encima y lo estamos viviendo y disfrutando. No hay necesidad de recordarlo, está vigente. Todos sabemos que la vida, en los últimos cuarenta años, ha dado un cambio espectacular. Podemos hablar con Australia en tiempo real además de estarnos viendo. La mayoría de nuestros vecinos han subido en avión y han visto el mar. Nuestras calles están asfaltadas y limpias. Todo el mundo tiene coche, televisión y móvil. Calefacción y agua caliente en nuestras casas. Los jóvenes hablan varios idiomas. De deportes, para qué vamos a hablar, y de comida nuevas ni te cuento. Pastas, helados y frutas tropicales al alcance de las manos. Los agricultores tienen buenos tractores y toda clase de maquinaria moderna. La sanidad cuenta con excelentes profesionales. No hay que ir a por leña a El Chaparral sino que vamos de paseo al mismo, hoy llamado El Hayedo, a disfrutar de la naturaleza. Nuestros restaurantes, Mesón El Hayedo, Monte del Tejo, Asador Rincón de Lalo, La Abuela Pili, El Capricho de Montejo, La Hontanilla, han conseguido poner de moda y que se conozcan, a muchos kilómetros, nuestros judiones y la buena carne de aquí. Tenemos un camping en La Desilla. Baloncesto, pádel, gimnasio, frontón. La carnicería de José. Esteban para comprar de todo. El Toril y la Piscina para tomar algo. La peluquería La Pelu del Rincón. El servicio de comidas a domicilio El Mundo en una Arepa. La Residencia pública Nazaret y la Residencia El Hayedo en el Zarzal. El Centro de Recursos. En fin, esto sería muy largo y desgranarlo todo complicado. Pero lo tenemos ante nuestra vista y por eso mismo somos unos afortunados. ¡A disfrutarlo, que MONTEJO ESTÁ VIVO! 

Rafael de Frutos Brun

Montejo de la Sierra

Julio  2024

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