Si hay un oficio en la Edad Moderna, junto a la fábrica de carbón vegetal, que defina a la Sierra Norte ese es la elaboración de lienzo. La mala calidad de nuestra tierra abocó a los serranos a elegir entre la disyuntiva de dedicarse a la ganadería o especializarse en la producción de lino. La planta se adaptaba a las mil maravillas a los profundos y húmedos suelos de la Sierra, razón por la cual desempeñaría un papel esencial en la economía local, hasta el punto de que el riego de los linares tenía preferencia sobre el de los huertos y prados, tal y como reflejan las ordenanzas de Villa y Tierra de Buitrago. Además, el cultivo del lino podía alternarse con el del trigo y, sobre todo, con el cereal estrella por estos lares, el centeno; y no podemos olvidar que buena parte de su cultivo tenía lugar en terrenos propiedad de los concejos y del mencionado Común de Villa y Tierra. En las 31 aldeas del señorío de Buitrago, el 57 por ciento de sus más de 60.000 hectáreas pertenecía a la comunidad vecinal.
Se impone afirmar que hombres y mujeres se dividían las distintas fases de elaboración del lino. Las mujeres se dedicaban a su cultivo y después a la dura labor del empozado de la planta, que, al necesitar introducirse en el agua, requería no solo fuerza física sino también estar lista para el reúma años más tarde. También femeninas eran las tareas de preparación de la hilaza, que abarcaban desde el machacado al espadado, pasando por el rastrillado y concluyendo con el hilado, actividades que hacían en sus hogares, mientras que el tejido era realizado por alguno de los 72 maestros empadronados en Buitrago, Braojos, Garganta o La Hiruela, quienes trabajaban en esta actividad para completar los ingresos obtenidos en sus pequeñas explotaciones agrícolas. Por último, el proceso de limpieza de los paños resultantes –el batanado- se llevaba a cabo en diversos batanes instalados en las orillas de los ríos de la zona.
Salvo en los ya citados, en el resto de los pueblos de la Sierra la producción de lino era pequeña pero daba para tejer cuando no se realizaban actividades agrícolas. La mayoría de ellos se caracterizaban por una escasa especialización, bajo nivel tecnológico y reducida comercialización. Por todos estos motivos, la producción se limitaba a cubrir las necesidades de los propios vecinos; tan solo la de Miraflores de la Sierra, la antigua Porquerizas, se orientaba a un mercado más amplio que el estrictamente local.
Por lo que respecta a la distribución de los linos, en Buitrago destacaba la feria de frisas, lino y ganado vacuno celebrada desde principios del siglo XIV en el mes de noviembre. Esta feria pone de manifiesto la existencia de un tráfico comercial entre los pueblos de mayor producción linera y aquellos que poseían telares pero poca materia prima. Su importancia no logra encubrir la nula conexión entre los cosecheros locales y los comerciantes mayoristas establecidos en Madrid. De ahí que desde el siglo XVII el grueso del lino que llegaba a la Corte procediese de lugares mucho más alejados –sobre todo de Galicia- donde se localizaban los principales agentes del capital mercantil madrileño dedicado a este negocio.
Frente al lino palidecen los paños de lana. Y es que, como si de una economía colonial se tratara, la lana procedente de las miles de ovejas que pastaban en la Sierra no beneficiaba al grueso de su población. Los ingresos iban a parar en exclusiva a sus propietarios, como los duques del Infantado, metidos hasta las cejas en la empresa de producir lana para alimentar los telares cercanos de Segovia o los más lejanos de Flandes. Así las cosas, el único impulso a la lana llegaba desde Guadalajara, donde la real fábrica de paños que se había establecido allí organizó toda una red de escuelas (así llamadas, pero, en realidad, centros de producción) con el objeto de abastecerse de hilazas. Pese a la distancia, en nuestra sierra se abrieron en la década de 1780 cuatro de estas escuelas, concretamente en Guadalix, Buitrago, Torrelaguna y El Molar. Allí acudían los niños y niñas para adiestrarse en el manejo de los tornos, en una operación que la Corona vendió como el medio para que en los pueblos se eliminasen los mendigos, pero que en el fondo no era más que un medio de pagar poco y mal a los hijos de los campesinos sin recursos.
El experimento no estuvo exento de problemas. En Torrelaguna la instalación de una escuela de este tipo contó con la oposición del marqués propietario de la casa donde se estableció, así como con la del mismo alcalde del pueblo. En el verano de 1788, en un momento en que las hilanderas habían abandonado la escuela para ir al campo a espigar, el alcalde aprovechó para llenar la escuela de tejas y materiales de derribo con el fin de impedir la labor en el local. Un año debió de estar parada la escuela, pero cuando se reanudó el trabajo, éste no duró mucho, pues el alcalde volvió a las andadas al encarcelar al maestro de la escuela sin mediar motivo alguno. Sin embargo, las resistencias más importantes procedieron de los propios padres de los niños, al considerar que este trabajo de hilados no solo les quitaba tiempo para colaborar a redondear los ingresos familiares, sino que también les envilecía al encerrarlos en un espacio donde debían obedecer las órdenes del maestro de turno a cambio de un salario raquítico y soportar una disciplina ajena a su forma de vida. Estas ideas de independencia de los serranos estaban muy extendidas por el real de Manzanares, así como en La Alcarria y La Mancha, el área de extensión de las cerca de 200 escuelas que se pusieron en marcha para suministrar el hilo a la fábrica de Guadalajara, y a sus filiales de Brihuega y san Fernando. No en vano, uno de los símbolos de esos campesinos metidos a artesanos a tiempo parcial era la defensa de su independencia laboral, no menos que el de trabajar sin cesar casi todo el año. De todo ello y mucho más hablaremos el próximo viernes 9 de mayo en el Centro Comarcal de Humanidades de La Cabrera. Os esperamos.
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