pero… ojalá la transformes
Paloma López Pascual – Psicóloga
Recurriendo a la ley de conservación de la masa, formulada por el químico francés Lavoisier, y que dice que la materia ni se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma, he tomado dicho principio para ver si podemos aplicarlo a lo que día a día eliminamos: nuestros residuos.
Y también recurriré a la Psicología, para completar el binomio cuerpo-mente que inevitablemente somos, y así poder integrar ambos aspectos como fundamentales de lo constitutivo del ser humano.
A menudo acuden mis recuerdos de niñez al escribir, porque al final es lo que está en nuestra base, como los cimientos de una casa, y lo que nos va formando como personas. Pero ocurre que no siempre es esa base lo que mostramos inmediatamente. La mayor parte de las veces, hace falta tiempo y madurez para que la esencia de cada uno pueda emerger. Por eso la corriente en la que me he formado, desde la que ejerzo la Psicología y de la cuál soy una férrea defensora es el Psicoanálisis, que promulga que en las primeras etapas de nuestra vida, se generan los funcionamientos sobre los que construiremos nuestra personalidad. Lo que nos ocurre en ese momento queda fijado, generalmente en nuestro inconsciente, y nos va dirigiendo hacia una tendencia formadora de nuestros principios, valores y criterios. Por esto es tan importante la labor educacional -en este caso también en un sentido ambiental-, y desde edades tempranas. De ahí sin duda estoy convencida, viene mi preocupación por la naturaleza y mi convicción sobre la necesidad del reciclaje. Cuando apenas se conocía la palabra, en mi casa, y gracias a mi madre siempre previsora, sensibilizada con el tema y por lo tanto adelantada a su tiempo, ya se reciclaba.
Afortunadamente, ahora es un asunto absolutamente actual, desde que hemos caído en la cuenta del calentamiento global y el cambio climático producidos por la emisión de contaminantes para poner en marcha a pie de acelerador nuestro imparable avance en el mundo (realmente es un avance?). Reciclando, sin duda alguna, convertimos los residuos en nuevas materias primas y ayudamos a disminuir la emisión de toneladas de CO2, uno de los gases más peligrosos para el medioambiente.
Es muy importante señalar que en el caso de que todos estos valores de conciencia y cuidado no se puedan adquirir en la niñez por diferentes circunstancias culturales, ambientales o traumáticas, siempre es posible reflexionar sobre ello e intentar reparar, cambiar y tener la aspiración cada día de evolucionar y ser mejores: más vale tarde que nunca.
Yo tuve la fortuna de ver desde pequeña el reciclaje y el amor y el respeto por la naturaleza en mi casa madrileña y en mi querido pueblo. Esto del reciclar, reutilizar y “transformar la materia” siempre ha estado presente en nuestra cotidianeidad, aunque no lo nombrásemos todavía con esas palabras; y ha estado presente muchas veces por necesidad y más tarde por convicción y sensibilidad.
Antes se daba la vuelta a los cuellos y a los puños de las camisas para aprovechar la prenda y darle una segunda y a veces hasta una tercera vida; las ropas de los hermanos mayores siempre las heredaban los medianos, y después los pequeños. Las medias rotas con «carreras», servían para envolver la mopa o la fregona, y se transformaban en el más económico atrapapelusas, mejor que cualquier aspiradora de marca, incluida la “roomba”. El aceite sobrante de la cocina, para hacer jabón. El pan que se quedaba duro, para hacer picatostes, torrijas, tostadas o para empanar después de rallarlo, por supuesto a mano, con la ralladora de manivela: cocina de aprovechamiento pura y dura… Y cientos de etcéteras logrados gracias a la imaginación, el ingenio y el sentido común de nuestros mayores de no derrochar y de optimizar los recursos todo lo posible.
Los restos de comida siempre tenían diferentes y útiles destinos: sobras de carne y de pescado, para perros y gatos respectivamente (menos los de pollo, que todos sabemos que pueden hacer atragantar a los pobres animales); peladuras de verdura, mondas de patatas… para las gallinas y los cerdos, que comen casi de todo. Y lo que no valía ni para unos ni para otros, al montón del corral. Montón que se iba consumiendo y transformando, hasta convertirse en abono bueno para los tiestos.
A mayor escala, estaban los estercoleros pegados a las casonas de las vacas que tenían mis amig@s. Más de una vez he ayudado a alguno a sacar «moñigas» con el horquillo al montón de afuera, contribuyendo a construir la inmensa montaña de mierda de vaca que se iba formando día a día y que, ante mi asombro, lentamente se iba convirtiendo en abono para los campos donde crecería de nuevo la hierba fresca que a su vez alimentaría probablemente a las mismas vacas y a sus crías, o que iba a parar a los huertos del rodeo ayudando a crecer a lechugas, tomates, patatas…
Así que, las montañas de estiércol finalmente servían de nutrientes a terneros, a verduras y a hortalizas. ¡¡Esto es magia!! Aunque resulte un tema escatológico y a veces casi tabú (parece políticamente incorrecto hablar de mierda y además nombrarla así), la transformación que ocurre de este modo de la mierda en vida, es espectacular.
Nunca me molestó el olor de la caca de vaca; lejos de molestarme, me evoca recuerdos de mi infancia y adolescencia. Es una lástima, porque en esta zona ya quedan pocas vacas y por lo tanto pocas montañas de estiércol que vayan a servir de alimento a prados y huertos. ¿Cómo va a molestar algo que, con tan sencillo procesado, es capaz de originar vida?
Afortunadamente, aunque ya haya poco estiércol animal a nuestro alcance, disponemos a diario de restos orgánicos sobrantes de nuestras compras y comida. Todos los productos alimenticios que manejamos, bien en su procesado o después de su consumo, producen unas sobras con las que podemos hacer dos cosas: “despreciarlas” depositándolas en el cubo de “restos” (cubo verde o gris, donde sólo deberían ir los papeles de wc o de restos humanos como pañuelos, pañales, compresas, toallitas,colillas….), y se perderían para siempre; o podemos y deberíamos “apreciarlas”, dándoles un destino diferente, para que tengan la oportunidad de ser procesadas y transformadas de esa forma mágica en compost o abono.
Este es el objetivo del cubo marrón, que recientemente se ha implantado en Madrid y en algunos de nuestros pueblos. Pensemos que si separamos en cinco apartados: los envases de plástico, el papel y cartón, el vidrio, y el resto lo desdoblamos en dos partes: por un lado papeles y productos con restos humanos y por otro restos alimenticios, realmente estaremos haciendo magia.
No resulta nada difícil poner aparte en un recipiente/papelera los restos de cada preparado de comida o las sobras de los platos. Después sólo hay que llevarlo a un cubo marrón o a una compostera, echarlo allí sin bolsa… “Et voilà!!” (dicho en francés, en honor a Lavoisier): toda la recogida de esos cubos va a parar a composteras o a plantas de reciclaje para hacer compost, sustancia que después vuelve a nuestra tierra para de nuevo ofrecernos los mejores productos alimenticios. Se continúa el ciclo, devolvemos a la Tierra lo que ella nos ofrece, y así sucesivamente. Parece suficiente argumento como para que el pequeño esfuerzo de clasificar -que una vez que cojamos el hábito es algo rápido y mecánico-, esté más que justificado.
Me pregunto que si para el resto de cuestiones de nuestro día a día nos pasamos la vida clasificando, colocando y gestionando objetos, tareas de la casa, dinero, actividades, asuntos de nuestros trabajos, etc., ¿por qué de igual modo no lo hacemos con nuestros residuos?. Por cierto,y haciendo referencia de nuevo a la Psicología, también deberíamos aprender a clasificar y gestionar las emociones, pero este asunto lo dejamos para otro artículo.
La organización y el orden son necesarios para nuestro bienestar y además, aplicado a los residuos, nos reporta el beneficio de cuidar nuestra “casa-madre” que es la Tierra, la Naturaleza. Tener nuestra casa bien cuidada, siempre nos hace sentir seguros y sin duda nos proporciona la tranquilidad interior que da el saber que estamos haciendo bien las cosas.
Cuánto me alegra un artículo donde el medioambiente que ha sido eclipsado por esta pandemia y dañino por cuanto sus mascarillas y guantes han y están engordando la basura contaminante. Dicho esto, es fantástico descubrir en nuestra infancia algo tan «progre» que se hacía con toda naturalidad por aquello de que’no se podía desperdiciar..’ recuerdo que entre otras cosas aprendíamos tanto con detallitos como no dejes el arroz, no sabes el esfuerzo de los chinos que lo recogen descalzos en el agua etc Y de camino mos explicaban el desarrollo del arroz, cuando se plantaba, se recogía
Este artículo me hace asimilar hoy,que teníamos una relación natural con la tierra, porque en la ciudad y también se aprovechaba todo,incluido en «un largo atcetera», es maravilloso descubrir que nuestra vida era además de relajada amante y cuidadosa de la naturaleza sin estar de moda.
También me ha llevado a mi infancia que dada mi edad me vienen recuerdos varios al que tengo el gusto de añadir estos, que no sólo el argumento medioambiental, además mis visitas en verano en el huerto de algún familiar, donde incluso acompañaba a un familiar a llevar a las vacas al rio porque no tenía abrevadero.
En fin cuantos momentos felices!!.
En mi municipio no hay cubo marrón y ahora que los han
soterrado… pero para cumplir con el propósito de este articulo mañana sin falta enviaré la sugerencia al Ayuntamiento.
Ah!!! Y espero con ilusión el próximo sobre las emociones.