A la gente de la sierra le interesa Madrid. Unos porque vinimos desde allí. Otros porque se fueron para allá y los más porque dependemos de la ciudad para regular nuestras vidas: vamos de compras, nos asisten en la enfermedad y nos da un respiro cultural de vez en cuando. Eso sin contar con los que dicen vivir aquí y se pasan el día trabajando por allí. Tenemos tantas razones para mirar hacia la ciudad que deberíamos votar a sus regidores y participar de cuantas consultas se hacen a sus vecinos.
Aquellos que vinimos hace años buscando la comunión con la naturaleza, y educamos a nuestros hijos en excelentes colegios rurales, ahora les vemos ir a la ciudad para no volver. Seguro que hay algo en nuestros corazones de aquella vieja tesis de que el que no sale del terruño es un fracasado y nos sentimos orgullosos de que vayan a engordar el cinturón industrial de Madrid.
Alimentando contradicciones y contemplando cómo los pueblos se van quedando vacíos, se pasa la vida y se construyen residencias para ofrecer cuidados a una población cada día más envejecida. Por supuesto que alguno de estos jóvenes decidirá volver y montar una empresa de desarrollo sostenible, pero solo puede haber una o dos por pueblo y no dan para muchas contrataciones. Esta posibilidad, aunque inmejorable, no llena «la España vacía», debemos seguir ofreciendo ideas, todas ellas acertadas, aunque ninguna de ellas sea posible. Se me ocurre que podemos lanzar un festival «euro rural» de propuestas. -Disparatada imagen democrática la de nuestros regidores, hurgando en la caverna y puntuando la imaginación colectiva-. Por si acaso presentaré mis ocurrencias: ¿Qué tal especializar la cultura y acoger una universidad o una elitista escuela de música o de circo? ¿O apostar por la educación manteniendo los centros abiertos y con especial calidad educativa? ¿Y crear residencias para la tercera edad a las que quieran venir los ancianos de Madrid, por la calidad de su servicio? ¿Tal vez fibra óptica? ¿Huertas ecológicas? ¿Oficinas bancarias y de correos? ¿Inmigrantes, refugiados?
Naturaleza siempre verde, acogedora, amable, segura, con espacios públicos, con vida en los pueblos, con movimiento y posibilidad de movilizarse, bien señalizada, con un buen transporte y esa actitud tan serrana de preservar la propiedad de la tierra; todo ello y sin pretender parecerse a la ciudad. ¡Imposible resistirse!
Esta puede ser la fórmula: cercanía a la urbe pero sin sumisión, sector servicios pero menos, visitantes respetuosos y nuevos vecinos comprometidos con el medio.
Mientras, llegó el momento de transformar también la ciudad, creando espacios para el cuidado de las personas, redistribuyendo mejor la riqueza y vigilando la contaminación, o sea, mejorando la salud de los tres millones de vecinos que quieren venir a nuestros pueblos. ¡Qué maravilla si no tenemos que elegir, y podemos vivir en cualquiera de estos lugares perfectamente conectados por una buena red de ferrocarriles! Habitando los pueblos, llenándolos de niños y respirando mejores humos.
Jorge Riechmann nos regala un poema amable y divertido, escrito para remover conciencias.
ADMIRO A MI PERRO
Le hago a mi perro
una pregunta fácil
de esas que cualquier perro del mundo sabe responder:
-¿Cuál es la verdadera naturaleza del Buda?
En la noche de septiembre
la temperatura desciende poco a poco mientras
la luna enseña un hombro y dialoga locuaz
con un par de ventanas encendidas
Me responde
con la sabiduría humanista de cualquier perro
en dos enérgicos movimientos de rabito:
-Nos ilumina el vacío pero ahora
llévame a pasear.
Jorge Riechmann. El común de los mortales. Tusquets. 2011
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