Rafael de Frutos Brun
De siempre he tenido interés y curiosidad por saber cómo vivieron nuestros abuelos y cuáles fueron sus problemas y cómo los solucionaban estrujando su masa gris. No llegaremos muy largo puesto que es poco lo que nos dejaron escrito, de ahí, que intente dejar lo que hemos vivido escrito en este artículo, para que a los que nos siguen no les pase lo mismo. Hoy quiero hablar de nuestros paisanos especialistas, muchos, por cierto, pero me voy a centrar en tres con los que he convivido.
El HERRERO, señor Eugenio, el BARBERO, señor Rufino y el ALBARDERO, señor Gregorio. He elegido estos tres especialistas en su oficio porque de los tres y de su trabajo dependían los vecinos en muchos momentos de su vida y quiero contar a qué se dedicaban y cómo eran remunerados por su esfuerzo y dedicación. Hombres que aprendieron su oficio haciendo lo que ellos entendían que había que hacer, sin más maestro que su intuición, que es como se aprenden muchas cosas, haciéndolas y volviendo a hacerlas.
Por orden de edad en su nacimiento empiezo con el primero. Eugenio Jete Rebollo, herrero, natural de Horcajuelo, nacido en1881, hijo de Patricio y Francisca, casado con Inés García, natural de Villavieja del Lozoya. Pasó su vida laboral en Montejo trabajando en la fragua, profesión que alternaba a la vez con la agricultura y ganadería doméstica. Tenía arrendada la fragua y sus herramientas al Ayuntamiento y sabemos que hacia 1940 pagaba 100 pesetas al año por dicho arrendamiento. La fragua estaba en la parte delantera de una casa, dentro de un corral, en la Plaza de la Fuente de los Tres Caños, y por la parte trasera estaba el toril, donde se recogía al semental vacuno. En el mismo corral, llamado Corral de Concejo, también estaba el potro de herrar, para el ganado equino y vacuno, corral que también se utilizaba para retener el ganado, tanto del municipio como las reses llegadas de otros términos, que había infringiendo la ley careando en fincas ajenas, hasta que fuera satisfecha la pena impuesta. En ese lugar hoy se encuentra el Centro de Salud y una vivienda que ocupaba el médico cuando vivía en el pueblo.
Tenía la fragua un fuelle enorme que cuando se encendía el horno, con carbón de brezo, debía ser accionado por el cliente para quien se trabajaba. El sudor debía ser compartido. Había una bigornia, dos mazos de peso, martillos, tenazas, una piedra redonda de afilar podones, hoces y guadañas, llamada de cigoñuela, que se hacía dar vueltas con el pie. Una bombilla que alumbraba menos que las llamas del fuego, diferentes clavos, trozos de hierro por doquier, sacos de carbón, herraduras de distintos tamaños para los equinos y callos para el vacuno y por supuesto una pila siempre con agua para templar los hierros forjados candentes. Pero sobre todo hollín en abundancia. Mucho hollín.
El señor Eugenio tenía un contrato verbal con los agricultores. Estos se comprometían a pagarle al terminar el verano en especie, es decir, con el grano de cereal que habían cosechado según los trabajos que le había realizado a cada uno. Para cobrarlo iba por las diferentes casas con su borriquilla, una cuartilla de grano, un celemín y un costal para ir echando dentro lo cobrando. No puedo precisar el coste pero la iguala (el pacto sobre el trabajo) sólo incumbía al arado romano cuya reja debía de aguzar (afilar) o calzar (echar una pieza a la reja desgastada) durante todo el año y las veces que fuera necesarias. Si realizaba cualquier otro trabajo, como fabricar una guadaña o afilar unos punteros o herrar a una bestia, lo cobraba aparte, al momento y en metálico si era posible.
Detallista en su trabajo.Puntual y cumplidor en todo momento.Se enfadaba un poco en las tardes de otoño con los jóvenes cuando una vez terminada la faena del campo se arreglaban y acercaban a la fragua esperando que llegara alguna moza hasta la fuente para llenar el cántaro o el cubo y, después de algún requiebro, acompañarla en su regreso.«Os voy acercar el hierro hecho ascua a ver si me dejáis trabajar y tener un poco de espacio libre». Todo entono socarrón y en buena armonía. Nunca acerco el hierro a nadie pero arrancaba muchas sonrisas cuando se alguien le decía «Señor Eugenio, arrime el hierro a estos, que no le dejan ver» y él hacía amago de hacerlo.
Fue un hombre alto, delgado y moreno que siempre vivió en Montejo y que murió el 1977 con 96 años.
El barbero. Rufino González Palomino, natural de Montejo, nacido en 1878, hijo de Benito y Tomasa, casado en primeras nupcias con Juana Palomino, natural de Montejo, hija de Modesto y María. A los 31 años, y ya con cuatro hijos, se queda viudo y vuelve a casarse con Fermina González, natural Montejo, hija de Isidro y Patricia, prima hermana suya, por lo que tuvieron que solicitar una dispensa de 4º grado.
Desde muy joven tuvo que espabilarse pues es hijo de una familia modesta. Muy trabajador, siempre con buen humor y con mucha iniciativa y muy mañoso, tocó muchos palos. Hoy diríamos que era un «todo terreno». Trabajaba, como la mayoría de los vecinos, en la agricultura de subsistencia he intentaba solucionar todos sus problemas en el momento y sobre el terreno.
A él se le ocurrió fabricar un potro para maderas en el que conseguía, de troncos más o menos rectos, sacar tablas para entarimar suelos. Este potro tenía unos dos metros de alto con base para poner un tronco y una persona desde arriba y otra desde abajo tirando ambos de un tronzador sacaban tablas bastante decentes.
Le gustaba mucho la caza, la guitarra y el chalaneo, no había feria que no cambiara a un gitano su caballería por otra.Cuentan que estando enfermo le dijo a su mujer: «Si salgo de esta voy el día dela romería descalzo hasta la ermita». Y salió. Y llegó el día de la romería. Entonces le dijo a su mujer: «Apareja el burro». Acto seguido se descalzó, se montó en el burro y dijo: «Vamos a la romería». Y claro que llegó a la ermita descalzo pero montado en el borrico y sin poner un pie en el suelo.
Pero la faceta por la que es más conocido es por haber sido el ser barbero. Y peluquero. Y consejero de todos los que le contaban sus penas en la silla de afeitar. Aunque a algunos les dejaba con la palabra en la boca, como a Anastasio, al que iba a afeitar y ya le había bañado media cara con jabón cuando sonaron unas guitarras y le dijo: «Voy a ver por qué suenan esas guitarras». Y ya no volvió en toda la tarde.
Él afeitaba lo mejor que sabía o entendía, pues nadie le había enseñado y había aprendido a hacerlo haciéndolo. Había clientes que le decían: «Rufino, al afeitarme la barbilla me hace ponerme de pie» o un día que ladraban dos perros peleando y Luis le dijo: «A ese perro también le están afeitando»
Pero no lo haría tan mal cuando consiguió que se igualaran con él los vecinos, e incluso algunos de otros pueblos, para darles el servicio una vez por semana. Siempre utilizó navaja, que afilaba con un suavizador, y bañaba la cara con bacía y brocha a la vez que contaba alguna de sus hazañas, que tuvo muchas. Si algún sufrido cliente le cortaba la conversación o le hablaba de algo que a él no le interesaba le daba un brochazo en la boca y a callar.
Su sueldo era en grano y le recordamos acompañado de su yerno cobrando su trabajo. Con dialogo y alegría puso los fines de semana guapos a sus clientes y los que le conocimos le recordamos con cariño.
Murió el 1960 con 82 años cumplidos.
Gregorio Fernández Martín, albardero, natural de Montejo, nacido en 1896, hijo de Apolonio y María, casado Valentina Hernán. De profesión albardero por herencia, pero esquilador y fabriquero de carbón vegetal por vocación y necesidad.Agricultor como todos. Hombre recio, trabajador, de pocas palabras pero acertado y fabricante de albardas. ¿Qué era la albarda, hoy en desuso? Pues es la parte principal del aparejo de las caballerías que se acoplaba a los lomos de las mismas para el transporte de pequeñas cantidades de leña, estiércol o arena.Estaba hecha de dos almohadillas rectangulares, rellenas de paja de encañadura que en sus extremos se unían a dos palos en forma de -V- invertida que se colocaban en la parte delantera y en la trasera de las almohadillas. Eran cosidas con hilo de bramante a los palos en -V- y a una fuerte manta en la parte superior que cubría una tela fuerte de alrotas de lino que formaba el asiento y en cuya parte interior se cosía una suave manta que descansaba en los lomos de la bestia sin dañar a los animales. Todo ajustado y sujeto por correas. Una de estas correas se llama tarrey es la que evita que la carga se valla al cuello de la caballería. Otra es la cincha que fija la albarda por la barriga del jumento y otra la baticola para fijarla por detrás de las ancas del animal.
Más o menos, y pensando que cada maestrillo tiene su librillo, así eran las albardas que hacía nuestro amigo Gregorio. Fabricadas siempre por encargo y siempre distintas, pues la distancia entre la cruz y las ancas de las distintas caballerías no es igual en todas, debía ir a tomar medidas como el mejor sastre. Tanto en primavera como en otoño, su taller era la puerta de su casa. Allí tenía las alrotas, la paja de encañadura, tramilla de bramante, los dos rollizos de roble en forma de -V-, la manta suave para el lomo, los trozos de soga necesarios, las correas y las agujas. Y poco a poco, sobre la mesa de trabajo que eran sus piernas, los iba uniendo todos hasta que estaba fabricada la albarda.
Gregorio, a la hora de cobrar su trabajo, no era como Eugenio o Rufino.Él admitía cualquier forma de pago, aunque prefería que fuese en dinero. Si alguien quería pagar en especie aceptaba que le trajeran los materiales que iba a utilizar en la fabricación de la albarda y sólo esos utilizaría, pero su salario y sus horas debían ser pagados con dinero.
Pero como digo, aceptaba desde una oveja, que luego él vendía, hasta celemín de grano o un jornal durante la siega. Todo valía.
Murió en 1978 con 82 años no habiendo salido nunca de Montejo excepto para la boda de su hijo Gregorio que se celebró en Lozoyuela.
Estos especialistas rurales y maestros artesanos surgieron por necesidad y porque en los pueblos los necesitaban y ellos bajaron al ruedo. ¿En aquel tiempo, cómo iban a traer una carga de leña o de arena o de basura sin albarda? ¿Y quién tenía una navaja de afeitar y que la supiera utilizar sin ponerse la cara como un centeno después de un pedrisco? ¿Y hacer unos zapatos para los animales y que les estuvieran bien? Entonces no había grandes superficies para comprar, ni se movía el dinero como ahora. Fueron necesarios los especialistas. Servían al pueblo y todos se beneficiaban. Es verdad que ya lo han cobrado pero yo desde aquí, y creo que muchos más, los felicitamos y aplaudimos.
Rafael de Frutos Brun
Montejo de la Sierra
Diciembre 2023
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