Muchas veces he pensado en las necesidades y en las carencias que sufrieron nuestros abuelos. Los primeros que se instalaron por aquí, y por lo que luego serían los otros pueblos de la Sierra, vivían del pastoreo de sus ganados. Poco a poco fueron levantando sus precarias casas y creando sus huertos. Así que empezaron a vivir principalmente de la ganadería, la caza y algo de la agricultura.
También vieron que el terreno no era malo para el cultivo de los cereales y se pusieron «manos a la obra» y empezaron a roturar los terrenos que rodeaban a lo que luego sería el pueblo. Trigo, cebada y centeno se empezó a cosechar.
Pero, ¿cómo se llenaban las «trojes» de dichos granos? Para el que no lo sepa, el diccionario de la RAE nos dice que una «troje» es un espacio limitado por tabiques para almacenar el cereal.
Veamos, aunque sea someramente, el camino hasta que llegaba a su meta para su posterior consumo. Los primeros agricultores por aquí asentados tenían que roturar la tierra virgen para que se oxigenara y pudiera recoger mejor el agua de lluvia y limpiarla de maleza, espinos y piedras convirtiéndola en tierra de labor.
Cuando esa tierra ya estaba preparada, al terminar el verano, se alzaba con el arado romano y después se volvía a arar, o «binar», para sembrar. El labrador marcaba la «besana», o surco guía, y empezaba a esparcir la simiente, que era grano del año anterior, y que portaba en una especie de alforja que llevaba colgada al hombro. Lo esparcía lanzándolo a la tierra pero procurando que cada puñado que lanzaba fuese igual que el anterior para que la siembra quedase homogénea.
Después, trazaba los surcos, que todos debían de ser rectos e igual de gruesos a ser posible, quedando tapada la simiente con la tierra que volteaba el arado romano. Pasado un mes, el grano había germinado y empezaba a crecer. Crece un tallo que es hueco y en la parte superior lleva la espiga. Pero al crecer el cereal también crecen las malas hierbas, como el ballico, las uñargatas, la magarza o la grama, que perjudican al cereal robándole tempero y fuerza, así que el agricultor debe ponerse a escardar arrancado a mano toda la maleza y procurando no deteriorar al trigo creciente. Trabajo duro pues había que pasarse todo el día arrancando malas hierbas con la espalda doblada y bajo un sol de justicia.
Llega el verano y el cereal ya campea y da la cara porque ya está apto para la siega. «Zoqueta» en la mano izquierda, la hoz en la derecha y el padre, o el que más siega, toma el principio del surco y ¡a segar! Detrás todos los demás. Se cogía un manojo de mies con la mano izquierda, sujetándolo entre el pulgar y la «zoqueta», y se cortará con la hoz. Se dejará en el suelo la «manada», que así se llamaba por aquí el manojo cortado, y se repetirá el movimiento cientos de veces. Detrás se iban recogiendo las «manadas» para formar «gavillas» que a su vez formarán un «haz». Cuando ya tenían un buen grupo de «haces» los apilaban con las espigas cubiertas para que, en caso de lluvia, la paja despidiera el agua antes de llevarlos a la era. Este amontonamiento de «haces» se llamaba «tresnal».
Se imaginan, los que no hayan tenido la oportunidad de haber segado cereales y que estén leyendo este escrito, el tener que levantarse al amanecer y encorvados y abiertas las piernas a los lados del surco ¿estar segando hasta la hora del desayuno? Dura faena.
Hay que decir que había un momento gratificante en la siega porque con ella se «encentaba la olla», es decir, el chorizo, el lomo y las costillas que hasta entonces habían estado en reposo salían a la luz. Una vez tomado el alimento había que volver a la siega hasta mediodía. Se paraba algunos ratos para descansar, «sacar vencejo» y atar. El «vencejo» eran unos cordeles hechos con las pajas más largas y que servían para atar las «gavillas» y los «haces».
Después de este “descanso” se seguía segando hasta que el sol se apagaba por el horizonte. “Comerás el pan con el sudor de tu frente”.
El acarreo se hacía en carro de vacas colocando los «haces» siempre con la espiga hacia adentro para evitar perder grano. Se acarreaba en el día lo segado cercano a la era y lo más distante se cargaba en el carro por la tarde y se dejaba en el «pedazo». Al amanecer, con la fresca, se volvía al mismo con la yunta y una vez «uncida» se hacía el primer viaje del día.
En la era, antes de trillar, los «haces» se amontonan formando una «hacina» circular, con forma un cono, donde las espigas iban hacia adentro por si llovía o granizaba para evitar que se desgranara.
Finales de julio, la mies ya estaba toda en la era. Es entonces cuando el alguacil de turno daba el pregón de que se «derrotaba el tercio», esto quería decir que bajaban los cerriles vacunos de la sierra y todos los animales podían pastar en el terreno que les había estado vedado durante nueve meses por la siembra. Este pregón también anunciaba que se empezaba a trillar.
«Echar la parva» era desatar los «haces» y repartirlos en círculo por la era para trillarlos. La trilla era una plataforma lisa de madera, de casi 2 metros de larga y 1 de ancha, con un grosor de unos 10 centímetros y un peso de unos 40 kilos, que tenía la parte delantera un poco levantada para que no chocase con la paja al ser arrastrada. La parte inferior estaba empedrada con piedra de sílex cortante de Cantalejo que era la que quebraba el cereal, que previamente había sido pisoteado por las yuntas que tiraban de la trilla. Las yuntas durante todo el día daban vueltas a la «parva». Cada yunta en sentido inverso, cruzándose en cada vuelta. Las vacas tiraban de un «camón», que era un timón de chopo de forma curva para evitar el rozamiento con las patas de la vaca o caballería que iba por el interior. Las vacas iban uncidas con el yugo para tirar de la trilla mientras las caballerías tiraban de ella con unas correas llamadas «trilladeras» que se acoplaban a su cuello protegido con un «anterrollo», o rollo de manta relleno de paja de encañadura, para que no sufrieran ni se rozaran los animales. La trilla era una prueba de paciencia y resignación. De cuatro a cinco horas por la mañana y lo mismo por la tarde hasta que se quebraba la paja totalmente. Y todo bajo un sol de justicia. Durante ese tiempo el padre y el hijo mayor, si lo había, daban vuelta varias veces a la «parva» para que lo de abajo subiera y lo de arriba bajara con el fin de que todo fuera quebrado. Todas las vueltas se daban con orcas hasta la última, que se hacía con una pala plana de madera para mover el grano. Huelga decir lo que era subirte en una trilla, sentado o de pie, con el calor de agosto, el polvo de la paja, las moscas, los tábanos y al mismo tiempo procurando que las deposiciones de los animales no cayeran sobre la «parva», sino en una lata. Los días de la trilla eran larguísimos porque después había que recoger lo trillado con rastros y hacer un montón barriendo el suelo con escobas de «cambrón».
El siguiente paso era el de separar el grano de la paja. Primero se retiraba gran parte de la paja a base de «horcadas» quedando en el suelo el grano casi limpio. Este grano ahora había que aventarlo, es decir, echarlo al viento, para que al caer lo hiciesen por separado pajas y granos. Algunos afortunados tenían máquina de aventar y las jornadas se acortaban porque malos eran los días en los que no se movía ni una brizna de aire. Y encima, en esas fechas, pendientes del cielo por si “venía un nublado”. Y por las noches durmiendo en la era para evitar que alguno se “equivocase” y se llevara por error alguna fanega de grano a su era. Eso sí, las vistas del cielo eran espectaculares, que te permitían ver las estrellas, por si no las hubieras visto ya durante el día y acompañado por el sonido de algún mosquito que cuando lo oías ya te había picado.
Pero volvamos al ciclo del grano del cereal, no el del picotazo del mosquito. Una vez aventado el grano se cribaba y ya limpio se metía en costales de unos 80 kilogramos que se transportaban en los carros o en las caballerías hasta las «trojes» de las casas para protegerlos de ratones y humedades o hasta el molino maquilero movido por agua de donde volvería hecho harina. La de centeno para pienso de vacas y cerdos y la de trigo, una vez cernida, para hacer pan y rosquillas. El salvado alimentará a cerdos y gallinas.
Terminada la jornada de era, en las casas sin agua corriente, las madres y hermanas tenían su ducha en un barreño de zinc con agua traída de la fuente en cántaros, mientras que los varones la tenían en el río o en el Arroyo del Valle. Todos limpios y preparados para la faena del día siguiente, que es la de traer la paja en el carro al pajar. Otra vez polvo y pequeñas agujas que se clavaban en todo el cuerpo. Esta paja les servía para mezclarla con el pienso y dársela como aliento o utilizarla para que sirviera en las cuadras de «cama» para el ganado. Luego, mezclada con los orines y excrementos del ganado volvería a los «pedazos» convertida en un excelente abono. De los cereales no se desperdiciaba jamás nada. Así se cerraba el ciclo del cereal.
Rafael de Frutos Brun
Montejo de la Sierra
Noviembre 2023
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