Desde que el hombre es hombre estamos viviendo en continua relación con la muerte y con nuestros muertos. La historia nos aclara que en cualquier lugar de la tierra se ha tenido un respeto y casi una devoción a nuestros antepasados, independientemente de la raza, el color, la religión o lugar donde se hubiera nacido. Y esto es porque sabemos con certeza que vamos a morir. Pero, ¿dónde hemos ido enterrando a nuestros muertos?
En la prehistoria se enterró en cuevas. Después los enterramientos se realizaron en los márgenes de los caminos y algunos terrenos cercanos a las aldeas. Así pues, el roce con los muertos era continuo, aunque suficientemente separado de la vida cotidiana. En otras culturas incineraban en plena calle a sus muertos mientras que en otros lugares levantaban dólmenes. Los egipcios construyeron majestuosas pirámides y templos y momificaban a sus muertos. Los griegos lo llamaron “lugar de descanso o dormitorio”. Los católicos empezaron a enterrar a sus mártires y santos en las ermitas, capillas e iglesias por lo que los enterramientos acabaron entrando en las mismas ciudades de las que habían estado alejados durante cientos de años. También, el crecimiento de las ciudades, condicionó a que en la Edad Media los cementerios que habían estado extramuros se hallasen ya en el interior de las mismas.
Y esta costumbre de enterrar dentro de las iglesias y lugares de culto, o en pequeños cementerios adosados a dichos lugares, se mantuvo en España, y por lo mismo en Montejo, hasta agosto de 1834 y eso que ya en 1787 el rey Carlos III dictó una Real Cédula donde se prohibían los enterramientos dentro de las iglesias por “el olor insoportable, la falta de higiene y salubridad” que provocaban la aparición de enfermedades que se propagaban rápidamente entre la población, como pone de manifiesto la gran cantidad de epidemias que mermaron la población del Reino durante el siglo XVIII y anteriores. Ya se recoge en dicho documento que se han de construir cementerios extramuros de las poblaciones.
Pero no se llevan a la práctica estas órdenes dictadas porque la Iglesia entendió que era una intromisión no aceptable del Estado en sus prerrogativas sobre los enterramientos, ya que “es una obra de misericordia enterrar a los muertos”, pero en realidad fue debido a las pérdidas económicas que les reportaría dejar la gestión ahora en manos de los Ayuntamientos.
El incumplimiento de las órdenes de la Real Cédula de Carlos III hizo que el ahora rey Carlos IV dictara una Provisión en 1804 donde se insistía en la obligación de construir cementerios fuera de las ciudades y no seguir enterrando dentro de las iglesias. Y nuevamente se encontró con la oposición de la Iglesia, debido a sus pérdidas económicas, aunque ya con menos fuerza.
Hubo que esperar en Montejo hasta 1834, ya durante el reinado de Isabel II, aunque siendo su madre regente, para que se produjera el primer enterramiento fuera de la iglesia.
Según los documentos del Archivo Parroquial desde 1583 ya se asentaban las muertes en “El Libro de los Muertos” especificando el lugar donde se les enterraba. Así, por ejemplo: “enterrose en el coro” o “junto al mármol” o “frente a la Pila Bautismal” o “en el portal de San Miguel”. Pero se omiten otros datos como son nombres, edades y parentesco. Tampoco quedan referidas las causas de la muerte. Pero fueron, hasta el año 1600, que es cuando ya se recogen en “el Libro” todos los datos de los fallecidos, las causas de sus muertes, si se conocían, y parte del testamento, si lo hubiere, unos 130 los enterramientos, de los cuales unos 80 se realizaron en 1599, año en el que la peste bubónica golpeó duramente estas tierras.
Pero enterrar dentro de las iglesias no era barato. En Montejo se pagaban a fábrica (iglesia) 1.000 maravedís si era en el Coro junto al Altar Mayor, mientras que si era en la zona del púlpito se pagaban 500 maravedís. Si quería ser enterrado por la zona del tercer arco había que pagar 300 maravedís. Sólo si se era “pobre de limosna” o “pobre de solemnidad” el enterramiento era gratuito pero sin tener derecho a exequias de viernes y sábados. A los niños se los enterraba en el portalillo de San Miguel y si habían fallecido al mismo tiempo que alguno de sus padres se les enterraba dentro de la iglesia junto a dicho familiar.
A los seglares se les enterraba mirando hacia el Sagrario, es decir, “con los pies pa’lante” mientras que a los sacerdotes “mirando al pueblo”, como vigilantes de lo predicado y confesado ante ellos, y con los ornamentos de decir misa.
El piso de la iglesia estaba embaldosado con baldosas cuadradas de arcilla roja cocida y debajo había una pequeña capa de unos 25 cms. de tierra cribada y apisonada que cubría los cuerpos depositados en sepulturas cavadas en el suelo con una altura de unos 30 cms. sin ladrillos ni piedras. Esa era toda la distancia que separaba a los vivos y de los muertos. Y este era el motivo por lo que los malos olores y la falta de higiene provocasen enfermedades entre la población.
Fue un 30 de julio de 1834 cuando enterraron a la última persona dentro de la iglesia. Se llamaba Bernabé De Frutos, de 20 años de edad, soltero, hijo de Manuel De Frutos y Ana García. Y fue una de los 3.480 personas que recibieron sepultura dentro de la misma desde 1600 hasta dicha fecha.
Posteriormente se enterraron nueve personas en la Ermita de la Soledad, en el Calvario, por no estar aún terminado el Cementerio Nuevo, en lo que ahora es el “frontón”, situado en unos “terrenos del curato y se encuentra a un tiro de piedra al occidente de la población y extramuros. Es un rectángulo perfecto de 30 metros de largo por 15 metros de ancho. La entrada la tiene al noroeste y está cerrado por una pared de piedra de 1,80 metros de altura, más o menos”. La primera persona que ocupó una plaza en este nuevo cementerio fue Francisco Lozoya, el 24 de octubre de 1834 y fue el 26 de noviembre de 1898 la última enterrada. Se llamaba Manuela García Martín, viuda, de 75 años y la causa de su muerte fue “lesión orgánica”. En estos 64 años, salvo error de suma o pluma, fueron 1.480 las personas enterradas aquí. Una de ellas fue don Juan Del Arco Llano, hijo de Ramón Del Arco y Antonia Llano, de Trucios, Vizcaya, hospedado en la calle Real nº 64, prestamista, profesión que ejercía por los pueblos de la zona. Él fue el que denunció al Concejo que los malos olores de este cementerio eran un peligro para la salud, consiguiendo que se cambiase al lugar a donde se encuentra ahora, en la carretera de Horcajuelo. Al tal don Juan no le dio tiempo de ver cumplido su deseo pues murió soltero a los 78 años, un año antes de inaugurarse el nuevo cementerio, pero dejando sus cosas arregladas pues mandó que a su muerte “le hicieran misa y entierro de primera y que ofrecieran por su ánima 500 misas de a 2 pesetas cada misa”
El cementerio que ahora llamamos Nuevo es el que tenemos en funcionamiento en la actualidad pasando a llamarse Cementerio Viejo el que se encontraba donde ahora está la sala multiusos o “frontón” del Ayuntamiento. Cuando se construyó esta sala polivalente todos los restos encontrados fueron correctamente tratados y depositados en el osario del Cementerio Nuevo.
Al principio los enterramientos en este cementerio eran un poco caóticos pues cada familia enterraba donde quería, sin orden. Posteriormente ya se alinearon los enterramientos y se nombró un enterrador, Gabriel, que daba servicio tanto al cementerio católico como al civil, porque sí, hubo una pequeña parcela de 4 metros de largo por 4 metros de ancho que se utilizó para algún enterramiento civil.
Recuerdos… muchos. Anécdotas… bastantes. Disgustos… algunos.
Ahora, dejemos que nuestros finados descansen en paz en el camposanto, cementerio, necrópolis, nicho, panteón o columbario en el que se encuentren.
Rafael De Frutos Brun
Montejo de la Sierra
Agosto de 2022
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