Solsticio de Invierno: tiempo de Vaquillas

Nuria Ferrer García

Hace muchas generaciones, vivíamos en un tiempo donde los grupos sociales estábamos más cohesionados, adaptados al medio, y en el que el respeto a la naturaleza y a los ancianos era incuestionable. Pero también estábamos más condicionados a la rudeza del campo y a las inclemencias del tiempo, a las horas de sol y a las tareas de un calendario que regía nuestro día a día; así como a los enfrentamientos con los pueblos limítrofes, al ataque o la defensa de la llegada de sociedades lejanas que querían nuestro incuestionable o amigable sometimiento.

Las costumbres de la vida diaria estaban marcadas por los cambios de los ciclos  y,  hoy de nuevo, nos acercamos a uno de ellos, el solsticio de invierno. Era uno de los grandes momentos del año, en el que celebrábamos el paso del año que quedaba atrás para dar comienzo a uno nuevo, a la paulatina llegada de la luz y los días más largos, al resurgir de la naturaleza, a  la vuelta a las faenas del campo y a la regeneración de los animales y también de nosotros mismos. Dejábamos atrás la oscuridad de las largas noches donde éramos más vulnerables y nos acechaban diversos males (demonios, enfermedades, pecados, etc.).

Para ello, en uno de los Doce Días Mágicos, que tenían lugar entre el 25 de diciembre hasta el 6 de enero, tiempo cíclico en el que reina el caos y el tiempo queda abolido y los antepasados vienen a visitarnos, nuestros jóvenes, aquellos que estaban a punto de dejar de ser niños para convertirse en adultos, comenzando una nueva etapa de su vida tan importante y necesaria para el resto del grupo, eran los protagonistas del rito. Ellos eran los que tenían que demostrar que ya estaban preparados para formar parte del grupo, para trabajar en cualquier faena, para poder llevar una familia, para poseer una yunta (en el mejor de los casos), para defender y sacar adelante a su comunidad. También ellas en esta misma etapa, dejaban de ser niñas para convertirse en mozas, e igualmente formar una familia y ser parte activa del grupo.

En la mayoría de los pueblos serranos al norte y al oeste de la Comunidad de Madrid, durante un día o incluso varios, tenía lugar este ritual iniciático, llamado la Fiesta de la Vaquilla. El  grupo de mozos acompañados de una vaquilla simulada (un mozo se transformaba en ese animal encarnando su espíritu), se apropiaban de las calles y plazas del pueblo, persiguiendo con sus saltos y carreras a toda la comunidad, especialmente a las mozas, como parte del ritual de fecundidad, pero entonces no lo sabíamos. Colgaban de sus espaldas unos grandes cencerros, haciéndolos sonar estruendosamente por todo el pueblo, espantando así todos los males que atentaran contra la naturaleza y los malos espíritus, a modo de protección de la comunidad.

Llegaba a su fin cuando se sacrificaba la vaquilla y se bebía su sangre como poder regenerador para el grupo. Todo ello de manera simulada, ya que la sangre de vaca no era más que vino, y después celebraban una comida juntos, a veces solo los mozos, otras veces también invitaban a las moza, y en algunos casos, junto al resto del pueblo. El ritual se había ejecutado de nuevo, había esperanza de volver a empezar una vez más, un nuevo año de buenas cosechas,  de salud y fecundidad para los animales y para el pueblo.

Duró este rito de paso mucho tiempo hasta llegar a la actualidad, en el que se celebraba asociado a la festividad de un santo o del Carnaval, siendo entonces los protagonistas los quintos. Ahora ha quedado olvidado tras la modernidad y su individualismo, desapareciendo en la mayoría de los casos al faltar en los pueblos el elemento más importante: los mozos, la juventud.

Este año debido a la pandemia no es posible celebrar el ritual, y necesitamos más que nunca hacer sonar los cencerros, por lo que podemos hermanar nuestros zumbos, campanas, campanillas, esquilas, en un tronar serrano para expulsar de esa manera todos los males y llenar de salud y esperanza nuestros pueblos.

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