Rafael de Frutos Brun – Montejo de la Sierra – octubre 2019
Seguramente que muchos hemos oído esta frase o amenaza bíblica que ha quedado en nuestra retina un poco olvidada pero que sabemos que tarde o temprano se cumple; pensando en mis antepasados y en sus circunstancias y sabiendo que ellos vivieron otros tiempos difíciles, he querido recordar algo de lo que he vivido y mucho me han contado para dar fe de que la frase del encabezamiento, termina cumpliéndose.
Contaré cómo conseguían los abuelos su pan diario e iré pues, a la agricultura.
La primera labor después del verano era alzar las tierras, donde al llegar las tempranas lluvias de septiembre tendría lugar la siembra de los cereales; para esta labor contaban con la yunta de vacas y su experiencia cuando debían esparcir el trigo sobre la tierra procurando que no cayera amontonado para que la mies creciera homogénea.
Terminado este primer paso y el invierno, los granos germinados creciendo las plantas y con ellas las malas hierbas, era momento de la escarda hasta que a mediados de julio empezaba la siega con la zoqueta en una mano y la hoz en la otra; las familias empezaban a segar el cereal dejándolo en el suelo en manadas para atarlo con los vencejos hechos de paja de encañadura que en gavillas irán a parar a un tresnal donde quedarán apiladas con las espigas hacia dentro para que no se mojasen y llegasen secas al momento del acarreo.
Difícil trabajo llevar la mies a la era; entretanto, por la tarde, marchaban con el carro a dormir soltando las yuntas para que bebieran agua y comieran y al alborear del día, de nuevo a la era.
Esto se hacía con un carro de timón tirado por la yunta de vacas; en la era se hacinaban los haces en forma de pirámide procurando que las espigas quedasen siempre hacia dentro para protegerlas de la lluvia o pedrisco; terminado el acarreo, se trillaba, con las vacas y las caballerías un trabajo monótono y pesado que duraba todo el día aguantado el sol y el polvo de la parva; al caer la tarde se recogía en un montón y se esperaba a que el viento soplara y ayudados con las horcas mandarlo al espacio para separar el grano de la paja.
Para esto, la paciencia y el conocimiento eran importantes; ahora estaba limpio el trigo para meterlo en costales y bien en el carro o en las caballerías trasladarlo a casa; costales que se llevarían al molino maquilero para que el grano se convirtiese en harina; de vuelta a casa la madre lo pasará por un tamiz finísimo donde quedará separada del salvado. Otro trabajo también molesto porque al mover los cedazos, se levantaba un polvillo que molestaba a los ojos y a la garganta.
Reseñamos aquí el trabajo de la madre al cerner, pero hay que decir que en todas las faenas de escarda, siega, era y trilla estaban presentes además de preparar comidas, lavado de ropa, cuidado de los menores y llevar las tareas caseras.
Ellas serán las que después amasarán esa harina, harán los panes, los pondrán en el horno y lo servirán como alimento necesario de todas nuestras comidas.
¡Qué fácil es contar esto y qué poco se tarda! Pero ¿sabemos o hemos valorado el trabajo, el tiempo, los esfuerzos y los sudores hasta llegar a este punto?
Aclaramos que todo este trabajo se hacía acompañado de una comida rica en calorías, chorizo, lomo, costillas de la olla de la matanza y con un sabroso cocido de los de antes y una buena ensalada con tomates y pepinos de nuestras huertas y regado con un trago de vino en botillo escanciado de un pellejo de otros tiempos.
Todo esto ha pasado (muchos lo hemos vivido con esfuerzo y con ilusión) pues en estas tareas nunca faltó la alegría y las canciones que aún perduran en la memoria y sobre todo hemos cumplido con la sentencia de COMERÁS EL PAN…
Hoy al ir a la panadería, nadie se acuerda de esto cuando te preguntan: ¿lo quieres candeal?, ¿de trigo? ¿de centeno?, ¿de maíz?, ¿de semillas?, ¿integral? ¿de horno de leña?….
Muchos en el pensamiento tenemos y decimos: “Lo quiero como el pan que hacía mi madre.”
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