Rosa Ortega Serrano
Me gustan los cuentos veraniegos, cortos, sin pretensiones y directos al corazón. Será por esto que ayer cogí el coche y me fui a Madrid. En realidad buscaba un poco de cultura embotellada con etiqueta de lienzo, escultura o fotografía, pero he ahí mi error. Casi siempre que visito la ciudad lo que necesito son historias de gente que pide cosas, que viste como quiere y sobre todo que murmura, habla, grita, pregunta y me tiene con los ojos como platos, incapaz de sentir mi desapercibimiento o mi individualidad, conceptos ambos que utilizo pero no practico desde que vivo en el campo, entre otras cosas porque tantos estímulos juntos como ofrece la ciudad sirven para distraer mi atención, al menos tres décadas. Este es el tiempo más o menos que llevo viviendo en esta sierra y también el que llevo yendo a Madrid, para disfrutar absorta del embobamiento que supone tanta gente haciendo tantas cosas.
Ayer estaba en la calle Atocha esperando el autobús 26 y una joven me preguntó dónde paraba el 27, el que estaba a mi lado inmediatamente se interesó por el sentido de su marcha, si iba hacia el rastro o por el contrario quería contemplar el obelisco de plaza de Castilla. Ella firme y resoluta le contestó que iba a visitar el «San Bernabéu», aún así intervino una tercera persona que le dijo: «cruza la calle, rodea el Mcdonalds y a la izquierda está la parada». Entre los tres habíamos enviado a la joven a la catedral del regateo y no a la del culto futbolístico. ¡Fatal! Esta mujer habrá perdido el avión y estará cambiando cromos de Ronaldo y otros iconos de su religión en el rastro de Madrid.
Me anuncian que mi autobús tardará 20 minutos por las obras en la Gran Vía y harta de oír insultos a la alcaldesa de Madrid por invertir en aceras e intentar mejorar el tránsito vecinal me voy al metro que está a escasos minutos andando.
Imposible centrarme en pasar inadvertida. Acabo de bajar por una escalera por la que desciende divertida una chica que abraza sus pechos para protegerlos del vaivén de la carrera y alcanzar el vagón del metro. En el andén dos vigilantes de seguridad sospechan de una maleta, que acaban retirando mientras alguien comenta muy bajito «es que podía tener explosivos».
Parece que los estímulos se van agotando y puedo volver al ansiado anonimato urbano cuando levanto la vista y veo a tres mujeres, como si estuviera ya en el museo del prado, una mezcla de Rubens y Schiele. La más joven parecía venir del trabajo sin más, cara de cansada y ausencia de complicidad, la segunda muy embarazada y ensimismada con su móvil y la tercera digna imagen de una campaña de animación a la Lectura.
Voy todo el trayecto mirando a estas mujeres. La lectora con los ojos pintados del color del abanico, viene del corte inglés y seguro que acaba de cambiar un bikini que compró con el optimismo de los 20 años, la embarazada sonríe a su móvil y la joven no me da tiempo, porque me tengo que bajar del metro, coger el coche, perder el anonimato, la individualidad y volver a la vida en comunidad en la que todos nos conocemos pero apenas si nos vemos en días o meses.
*Santiago Espinosa es poeta y ensayista. Su último libro, Luz distinta (Valparaíso México, 2017).
Ciudad
La luz de mi ciudad tiene un tamiz
de sombras,
como lavada en los naufragios
que la alzaron sobre el cerro.
Los nogales convertidos en cruces
Y las gavias en ministerios,
un resplandor de oro
en las vitrinas del tiempo.
La lluvia vuelve a juntar
estragos en un agua
de murmullos y cenizas
moviendo arenas.
Cae la humedad como si entrara
un potro frío a los cinemas.
Y se oyen voces en las calles rotas
y voces que les responden
en las plazas desocupadas.
La niebla se vislumbra en el café.
Tiene algo de ballena
cuando brama contra los cerros.
De un galeón fantasma
que partirá sobre las cumbres
cuando suba la marea.
Abajo la ciudad, arrojada con todas
sus luces en un cruce de huesos
y de estrellas. Tenía razón el que decía,
«no pierda el tiempo descubriendo
su ciudad, hay que inventarla primero».
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