Fernando Hernández Holgado
«En mi pueblo nunca pasamos hambre. Podíamos en última instancia cazar conejos o pescar truchas en el Lozoya. Pero la comida era algo valioso para nosotros«.
En Vallouris (Francia), pocos años de morir, Eugenio Arias Herranz evocaba con emoción su población natal de Buitrago a la luz tamizada de sus cuarenta años de exilio: su paso obligado de rocas, el hermoso abrazo del Lozoya, el edificio de la iglesia con su patio árabe, la que ardería en 1936. Pero en el Buitrago del primer tercio del siglo XX la supervivencia era ciertamente difícil para una familia como la suya, cuya madre, Nicolasa, había sido pastora en Robledillo y cuyo padre, Pedro, regentaba la sastrería del pueblo. A los siete años Eugenio ya sabía coser pantalones y hacía de recadero. A los nueve tuvo que dejar la escuela, que tanto le gustaba, para ponerse a trabajar y ayudar en la barbería de su tío Pablo. Cuando este murió, Eugenio, que contaba trece, se hizo cargo del negocio, en una estrecho inmueble de lo que ahora es la plaza del ayuntamiento y antes era de la de San Juan.
Eugenio siempre recordaría con orgullo aquella pasión suya por leer y formarse, nacida del trauma de su escolarización interrumpida. Bien temprano montó una biblioteca de préstamo en la misma barbería, con ayuda del maestro y del boticario. De este último recordaría la ayuda que brindó a algunos jóvenes del pueblo –Eugenio y su gran amigo Rafael Álvarez, entre otros- cediéndoles una habitación en invierno para su «Club de los Poetas», donde aprendían y recitaban obras de Federico García Lorca y de Antonio Zozaya, escritor y periodista que sería por cierto uno de los fundadores de Izquierda Republicana en 1934 y fallecería en 1943 en el exilio mexicano. Y es que la cultura no era entonces solamente un medio de ascenso y promoción social, sino una herramienta de emancipación, en un país con una tasa de analfabetismo altísima –más de la mitad de la población total en 1920- que se multiplicaba precisamente en las zonas rurales como la Sierra Norte de Madrid.
Escasez y analfabetismo había en Buitrago y sus pueblos, y también injusticia, y todo ello había hecho del abuelo de Eugenio, peón caminero, un convencido republicano. Eugenio recordaba que en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, las que desembocarían en la proclamación de la Segunda República dos días después, él mismo llevó a su abuelo a votar a la mesa electoral en un sillón, con la ayuda de un amigo, ya que las piernas no le sostenían. Este entusiasmo republicano de ciertas capas de la población se explicaba por la contumaz realidad caciquil de una población como Buitrago, cabecera de la sierra, que todavía parecía anclada en el Antiguo Régimen: según el censo de 1930, la población ascendía a 787 habitantes, tan solo ciento cincuenta más que en 1900 e inferior incluso a la de 1857. La inmensa mayoría de la población era campesina –labradores y ganaderos, con aquellas seiscientas vacas que recordaba Eugenio que llegaban a vender su leche en Madrid- pero con grandes extensiones de propiedad en manos de unos pocos, bien avenidos con el gobernador civil y autoridades de la capital.
Recordaba también Eugenio que el médico del pueblo, Bernardo Barrio, le ayudó a fundar un grupo de teatro, «el Círculo Cultural». Eugenio ya se había afiliado al Partido Comunista –en 1931, con veintidós años- y en compañía de sus amigos más jóvenes Rafael Álvarez y Victorina Rodrigo formaron un grupo de teatro aficionado que se instaló en una nave vacía en la actual calle Tahona -antigua calle del Progreso- esquina con Matadero. Por aquel entonces, la palabra «cultura» tenía todavía una acepción subversiva, y la labor cultural presentaba múltiples facetas: desde las campañas oficiales de alfabetización –durante la Segunda República, casi un millón de personas, mayoritariamente mujeres, fueron alfabetizadas- hasta la proliferación de grupos más o menos politizados de «cultura popular». Era ahí donde se ubicaban las múltiples iniciativas juveniles de teatro –»popular», «de masas», o «proletario»-, que podía empezar en la famosa «Barraca» de García Lorca y terminar en el improvisado teatro del Círculo Cultural de Buitrago, más modesto pero no por ello menos importante, por su impacto en las zonas rurales más desasistidas. La guerra daría al traste con todo ello. Pero de eso hablaremos más adelante.
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Foto:
Edificio que albergó el Círculo Cultural de Buitrago en los años 30, en la actual calle Tahona, esquina Matadero.
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