¿A qué venís a importunar el sueño de este viejo? ¿Por qué pasados más de cuarenta años los enviados de nuestro rey Felipe quieren saber de lo que fueron las Comunidades en estas tierras serranas? Pues sabed que lo que vieron estos pobres ojos no fueron más que calamidades y esperanzas. No fueron pocas las iras que levantaron los flamencos que en mala hora trajo el rey Carlos, el padre de este nuestro celebérrimo Felipe. Desde el año 1517 de nuestro señor, fueron desvergonzadas las sacas de oro y plata que aquellos extrajeron de nuestros reinos, con el consentimiento del rey, flamenco él mismo. Item más, Carlos dio cargos públicos de renombrada valía a jovenzuelos que quitaban el puesto a lo mejor de nuestros gobernantes ¿A dónde fue a parar la antigua mitra del simpar Cisneros, ese celebrado varón de Torrelaguna? Era tanta la altanería de los cortesanos y tanta la compra de cargos públicos. Mas el rey parecía más interesado en marchar rápido para participar en la elección imperial en las tierras germanas, que en jurar las libertades y privilegios del reino. Y como todo estaba por llegar, Carlos juró lo jurable en las Cortes de La Coruña con tal de conseguir dinero y marchar precipitadamente a ser coronado nuevo emperador. Y se llevó de nuestras bolsas y sin nuestro consentimiento la friolera de 400.000 ducados.
Era tanta la congoja y el orgullo herido, que nadie dudó en apoyar a Toledo cuando se alzó al grito de la Comunidad. Pero nadie jamás ha osado contar que la revuelta no solo fue de las ciudades con voto en Cortes, pues también se alzaron las villas y aldeas. Porque cuando ese ungido del Señor que fue el obispo Acuña acudió en lo más alto del combate, a socorrer a la Toledo asediada por las tropas imperiales de Carlos, nos alzamos junto a él los pueblos de esta sierra como un solo bloque. Sabed señores que la lucha fue ardua en el año de 1521. Que las aldeas del Real de Manzanares estaban prestas a apoyarnos, pero el duque del Infantado jugó sus cartas a tiempo. Era mucho el poder de la jurisdicción de este señor, pues como una pinza nos atenazaba desde el Real, por un lado, y la tierra de Uceda, por el otro. El duque mandó emisarios a Acuña prometiéndole un apoyo para sus futuras acciones. Era un puñal envenenado que el obispo no aceptó, respondiéndole que en sus cosas le había de servir y no enojar, pero que hacer capitulaciones no les convenía a ninguno. El obispo también jugaba sus bazas y al menos se ganó la neutralidad de tan poderoso señor.
Acuña sabía que el duque temía que su paso revolviese al Real y a las tierras de Uceda y Lozoya. Pero Acuña alzó a Buitrago y se estableció en Torrelaguna. ¡Oh, formidables hados del destino! Nadie sabrá jamás de qué pieza estaba hecha la coraza de Acuña, ese obispo guerrero que a todos destrozaba con su espada y a todos sojuzgaba con sus amables aunque arriscadas palabras. Era tanta su retórica, que solo encontraba parangón con la de los frailes que por todos lados nos predicaban la comunidad de bienes que llegaría con el próximo milenio. Y los vecinos de estas sierras, desde el Val de Lozoya a Pedrezuela, le apoyamos sin desvelo. Antes de llegar a la ansiada Alcalá, donde sus puertas se le cerraron a cal y canto a poco que se supo su venida, los jornaleros de poco pasar, le dimos cama y alimento a su ejército de valerosos guerreros. Eran casi todos ellos hombres como nosotros, armados de sus aperos de labranza, sin apenas instrucción militar. Pero nadie sabrá jamás de qué acero estaban hechas sus lanzas, ni cómo nosotros, los que nunca tuvimos nada, nos unimos a ellos para conquistar lo que más anhelábamos: la libertad de no tener que depender de un señor. Nadie sabía que poco después, en las lejanas tierras germanas, otros labriegos, llevarían su desafío a la autoridad hasta cimas tan altas como las nuestras. Pero nosotros solo confiábamos en Acuña, en su fuerza, y en la que insuflaba a nuestras picas que ahora nos liberaban de la gleba. Todos le seguíamos y era digno de ver cómo entraba en los lugares de nuestra sierra. En todas partes se le rendían honores, las campanas de las iglesias sonaban sin parar, anunciando tal vez que nuestro prócer sería el nuevo purpurado de las Españas, el candidato a la mitra de Toledo. Antes de llegar a Redueña, Venturada o Cabanillas, los adelantados hacían saber la venida del obispo guerrero. Y no faltaba tiempo para el griterío y el jolgorio en honor del obispo de Zamora.
Con sus huestes en Torrelaguna, Acuña escribió a los canónigos de Toledo anunciándoles su próxima llegada. También lo hizo a Alcalá de Henares, donde no todos estaban por la labor de darle su apoyo. Estando en Torrelaguna recibió a emisarios de la ciudad complutense que intentaron disuadirle de su intención de pernoctar en la urbe del Henares. Era sin parangón ver cómo los de Alcalá temblaban ante la presencia del obispo. Desazonados estaban de ver un hombre como aquel y a un ejército campesino como el nuestro. Tras un compás de espera por las tierras de Talamanca, Acuña recibió la noticia más esperada. Las puertas de Alcalá se le abrían de par en par. Y los vítores con que se le recibió el 7 de marzo de nuestro señor en Alcalá eran los mismos que nos despidieron de las amadas tierras serranas. ¡Comunidad, Comunidad¡ ¡Acuña, Acuña¡
Pero dejad que este pobre viejo descanse y cierre sus ojos. Preguntad lo que queráis sobre este lúgubre pueblo, sobre sus casas, sus prados y sus cercas. Requeridme cuanto deseéis sobre los ganados, los linos y las cebadas de la sierra. Yo os diré todo sobre los milagros y las ermitas, si así lo exigís. Más no oséis ofended mis sueños y mi memoria. Pero si no podéis dejar de violentar los últimos días de mi existencia, permitidme al menos que en el ocaso de esta mísera vida, exclame emocionado y en recuerdo de aquello que nos devolvió la dignidad a los vecinos de estos pueblos serranos, ¡Viva las Comunidades de Castilla!
Aula de Historia Social de la Uniposible
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