José Maria Guevara
Antes de ser nuestro Arcade Residente. Publicado en el número 64 de Senda Norte, en mayo de 2003
Los tanques del ejército de los EE.UU. recorriendo las calles y plazas de Bagdad, se presentan como la imagen de una ocupación triunfadora.
Atrás han quedado miles de muertos iraquíes, cadáveres de desarrapados que se amontonan en calles y cunetas.
Atrás quedan los hospitales abarrotados de heridos, envueltos en sabanas sanguinolentas, abandonados a su suerte, sin los más elementales medios sanitarios.
Mientras, los pocos soldados ingleses y estadounidenses caídos en combate o como consecuencia de los propios errores de su inmensa fuerza, son rápidamente trasladados a centros sanitarios de Europa o América en los que les esperan los más modernos sistemas de diagnostico y curación, y los fallecidos, después de recibir honores militares sobre la cubierta de alguno de sus portaaviones, son inmediatamente repatriados.
Atrás quedan imágenes en las que un viejo carro, arrastrado por una mula, se empequeñece ante la presencia de un formidable blindado, especialmente decorado para su camuflaje en el desierto. Imágenes de hombres de cualquier edad parapetados entre sacos terreros que, armados con fusiles, otean un cielo surcado por bombarderos y helicópteros cargados de misiles y ametralladoras.
Así es la guerra contra ese temible enemigo del que era tan necesario y urgente deshacerse, un enemigo que representaba tanto peligro para la seguridad mundial, que justificó una invasión al margen de la legalidad internacional.
Y ahora los charlatanes de feria tratarán de emborronar nuestra memoria con imágenes de victoria, de agradecimiento por parte de la población «liberada», pero a muchos de nosotros jamás se nos olvidará que su impaciencia por apoderarse de un territorio, que bajo su árido suelo guarda enormes riquezas energéticas, ha impregnado sus impecables uniformes, sus trajes y corbatas recién comprados, de un insoportable olor a carne quemada.
Con su verborrea engañosa tendrán la osadía de mostrarnos los palacios del tirano como ejemplo de la tremenda desigualdad que allí reinaba, pero todos sabemos que su despliegue militar, el gasto de toda su maquinaria de destrucción, es miles de veces superior al de la construcción de esos palacios.
Los que desde hace meses estamos gritando nuestra rabia, hemos asistido impotentes a la consumación de esta ceremonia de la ignominia, pero que sepan esos oficiantes del terror, que desde la nausea que nos producen, haremos todo lo posible para que paguen por sus acciones. Y tantas veces como ejerzan su poder ciego ante la miseria y el dolor ajeno, nos encontrarán enfrente intentando frenar su alocada carrera de ambición.
Un mundo en el que el bienestar de unos pocos condena a la mayoría de sus habitantes al hambre y la pobreza, es un mundo terriblemente injusto. Y ahora estos nuevos sátrapas de la democracia, deciden aplastar a sangre y fuego a todo aquel que se interponga en su camino de avaricia. Que no se extrañen, ellos y sus aduladores, de que la gente de bien, la gente que se alarma por esta nefasta solución que proponen para ordenar el mundo, les grite su verdadero nombre: ¡criminales!
El clamor contra esta guerra no obedece, como alguien pudiera creer, a un deseo utópico alejado de la única realidad posible. No somos estúpidas marionetas que, sin comprender lo que les conviene, se agitan, movidas sólo por sus buenos sentimientos. ¡No!, Somos pragmáticos y sabemos que el proyecto de mundo que se nos quiere imponer conduce a la destrucción.
Quienes creemos que los principios éticos no se doblegan por conveniencia, quienes sabemos del peligro que supone la existencia de un único poder omnipresente, nos instalamos en la protesta y en la denuncia hacia aquellos que se empeñan en cambiar nuestro futuro, por su destino, y nuestra libertad por su orden.
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