ENSUEÑOS Y REALIDAD

Las elecciones convocadas para este mes de octubre, a pesar de los cambios que anuncian, corren el riesgo de quedar difuminadas en el embrollado y oscuro panorama político actual. El gobierno de Galicia pone en juego su mayoría absoluta y el resultado se valorará como indicador de confianza en el Partido Popular, no sólo en el ámbito autonómico sino, muy especialmente, en el estatal. En el País Vasco, el pulso entre dos formaciones nacionalistas, con propuestas diferentes para llegar a la independencia, no parece que vaya a ayudar a que los partidos con implantación estatal permanezcan en el gobierno.
Todo un festival de elecciones, al que también se apunta el gobierno catalán, coincidiendo con el mayor descrédito popular del vigente modelo democrático. No sería extraño que el desencuentro de la ciudadanía con los representantes elegidos en las urnas provocara un aumento de la abstención. Pero si esa lógica no se cumple, la explicación habrá que buscarla en el derecho a la pataleta de votar al contrario del que gobierna o, en los casos de Euskadi y Catalunya, en el brillo del espejismo independentista.
Es cierto que, a la vista de cómo el gobierno reaccionario de Rajoy aplica las crueles directrices de las elites financieras, dan ganas ser independiente, y no ya de España sino de Europa, y tal como se ha desarrollado el modelo capitalista, hasta del planeta Tierra. Ese deseo visceral de ser dueños de nuestro propio destino puede provocar cierto entusiasmo para acudir a las urnas, pero todo parece indicar que ahora, más que nunca, independencia es una palabra vacía. Los discursos nacionalistas siempre han tenido éxito en momentos difíciles, se alimentan de la idea del sálvese quien pueda o provocan la ilusión de pertenencia a un grupo autosuficiente, pero también actúan como cortinas de humo, a veces lacrimógeno, que limitan el campo de visión.
La deriva independentista, como les gusta decir a los nacionalistas españoles, puede hacer rebrotar ese rancio dogma de la unidad tan pregonado en la dictadura, que quedó incrustado en la Constitución (monarquía y ejército deben salvaguardarla) gracias a la modélica transición. Abierta esa caja de los truenos su estruendo será convenientemente amplificado para distraer la atención de la penosa situación en la que nos encontramos.
Asistimos al desmoronamiento de nuestra economía en lo que parece la antesala de un desastre que para muchos era inimaginable. La posibilidad, ahora sí verosímil para casi todos, de que sigan empeorando las condiciones de vida de la mayoría de la población se está instalando en el pensamiento colectivo. Se habla de depresión social, pero sería más correcto considerar que estamos ante un estado de shock provocado por la explosión de una nueva burbuja. Tras los derrumbes financiero e inmobiliario ahora es el turno del estallido de todo un sistema de creencias basado en el consumo y el bienestar. Una situación que sería aceptable si pusiera en cuestión un modelo de vida despilfarrador y nos obligara a todos a una existencia más igualitaria y acorde con nuestros recursos.
Pero no es eso lo que está pasando. La extendida moralina de que debemos purgar el haber vivido por encima de nuestras posibilidades no se aplica a todos por igual. Los que vivían con lo justo ven peligrar derechos esenciales para su supervivencia y los que actuaban como nuevos ricos permanecen atónitos ante su nueva condición depauperada. Mientras, los verdaderos ricos, los de toda la vida, no sufren merma económica ni restricciones a sus abusos. La clase dirigente formada por las oligarquías financieras y empresariales, conchabadas con buena parte del poder político, siguen especulando, defraudando y evadiendo con absoluta insolencia e impunidad. La injusticia es flagrante y pública, y hace inevitable el estallido de la siguiente burbuja, la de la indignación social ante tanta humillación.

El arcade residente
Chema Guevara

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