En los últimos cinco años se han producido cambios sorprendentes en la sociedad española. Aunque fuera evidente que el crecimiento económico estaba impulsado por el sector inmobiliario, a pesar de la insistente imagen de una burbuja a punto explotar, pocos imaginaban que en tan corto espacio de tiempo fuéramos a llegar a una situación como la que estamos viviendo.
El despegue de la economía española a partir de los años ochenta, coincidiendo con el lanzamiento de la campaña mundial a favor del dogma neoliberal, fue festejado con esa sonrisa indolente de nuevos ricos fascinados por el delirio de llegar a lo más alto. Algunos, convencidos de que todo valía, confiados en que sólo estaban haciendo lo normal y que no tendrían que responder por sus abusos, forzaron el ritmo despreciando riesgos y dejando de lado cualquier código ético. En menos de veinte años se produjo un cambio de mentalidad radical, poco reflexivo, que llevó a confundir el bienestar con el consumo, la solidaridad con la limosna y la felicidad con la riqueza.
El estallido de la burbuja, coincidiendo con la crisis europea, ha puesto en evidencia que nuestra economía tenía pies de barro, que caminábamos sobre un suelo de cristal hecho de créditos sobredimensionados. Ahora, los mismos promotores del entusiasmo neoliberal, intentan ignorar el fracaso de la capacidad de los mercados para regular la economía y deciden aplicar recetas para salvarse de la quema castigando a los que cayeron en su trampa. Y muchos ciudadanos, sumidos en esa confusión del converso que ve cómo la tozuda realidad desmorona su fe recién adquirida, asisten boquiabiertos al relato de la actualidad preguntándose quién es responsable de su desgracia.
Pero no es la búsqueda de culpables la mejor manera de entender y resolver las dificultades que nos acucian. El intento de responsabilizar a los ciudadanos como cómplices de lo sucedido, es una astuta maniobra para justificar severos recortes que empobrecen a la mayoría pero respetan los privilegios de quienes administran la riqueza financiera. Además, se aprovecha el complejo entramado del actual modelo de capitalismo para difuminar responsabilidades y ocultar la implicación de sus actores.
Probablemente, muchos gestores financieros deberían ser llevados a los tribunales por sus acciones, pero también es verdad que la mayoría, aún habiendo actuado al margen de cualquier comportamiento ético, no han incumplido la legalidad. Y ahí está el problema, mientras el negocio de especular con las necesidades financieras de los estados, con las materias primas, los alimentos o la energía siga estando permitido, la estabilidad económica y el derecho de la población a recibir prestaciones básicas no podrán existir.
Es inútil que nos abrumen con sombríos discursos sobre déficit presupuestario, tasas de crecimiento, recesión y milongas más o menos artificiales. Si no se asume que los mercados han resultado ser unos pésimos reguladores de la economía, tendremos que asistir al desastre provocado por el cerril empeño de no cuestionar un modelo de negocio injusto.
Y mientras se intenta apuntalar las ruinas del paradigma ultraliberal, la ira de la población va en aumento y culpa de lo que ocurre a los que creía sus portavoces. En parte no les falta razón, muchos políticos actúan como auténticos mamporreros de la bestia y se merecen el mayor desprecio, pero convendría no dejarse llevar por una descalificación generalizada que abra las puertas a una solución de nacionalismo populista autoritario.
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